
Durante los últimos días, mucho se ha escrito sobre la imposibilidad constitucional, o sea legal, de aprobar una ley orgánica de amnistía (o como se denomine) con la finalidad pretendida por los golpistas y que parece haber sido aceptada por los socialistas. Por tanto, nada tengo que añadir sobre la cuestión cuando autores tan ilustres como los profesores Aragón y Gimbernat o el señor Gómez de Liaño han analizado exhaustivamente esta cuestión. Sin embargo, tras escuchar al presidente del Gobierno en funciones durante la rueda de prensa previa a su intervención ante la Asamblea General de Naciones Unidas, algo se removió en mis entrañas. La frase en cuestión, que el señor Sánchez dijo literalmente, fue la siguiente: "cuando el presidente del Gobierno era Mariano Rajoy y yo era líder de la oposición y el fiscal general de entonces, el ya fallecido señor Maza, abrió la puerta a todas estas causas judiciales a través de la Audiencia Nacional, yo trasladé mi malestar al señor Rajoy. Lo hice por dos motivos: el primero, porque no habíamos sido consultados (…) y, en segundo lugar, porque habíamos trasladado a la vía judicial un conflicto que tenía una raíz política".
La frase transcrita es deplorable desde cualquier posición mínimamente democrática, pero si la pronuncia el presidente del Gobierno y, a la sazón, presidente de turno de la Unión Europea, la gravedad de lo dicho es total. Según el presidente en funciones, el Fiscal General del Estado (por tanto, cualquier fiscal español) debe pedir permiso al Ejecutivo sobre la procedencia o no de hacer su trabajo, dejando sin efecto el mandato constitucional, y del resto de normas que lo desarrollan, en relación con el Ministerio Público. Por obvio que resulte, no es menos importante afirmar que el Ministerio Fiscal debe actuar con sometimiento exclusivo a los principios de legalidad e imparcialidad (art. 124 de la Constitución). Sin embargo, el presidente del Gobierno aboga abiertamente por acabar con esta regulación (propia de cualquier democracia seria) para sustituirla por el sometimiento de la actuación de los fiscales a un nuevo principio que podríamos denominar "de oportunidad política". Esto equivaldría, ni más ni menos, a la liquidación definitiva del Estado de Derecho, que engloba los derechos fundamentales de los ciudadanos, la separación de poderes y, en fin, nuestro marco de convivencia más elemental.
Los acontecimientos ocurridos en Cataluña en 2017 fueron de una gravedad extrema pero el Derecho en general, y el penal como su última ratio, actuaron para restablecer la normalidad democrática. En ese momento, los partidos mayoritarios, con los matices que les son propios, aceptaron ese normal proceder. Desgraciadamente, ahora se da un salto cuantitativo y cualitativo, por cuanto que nuestros gobernantes asumen sin ambages las tesis de los golpistas. Por tanto, como se ha repetido en numerosas ocasiones, el Poder Judicial debe actuar, de nuevo, como dique de contención ante las embestidas totalitarias. Además, no debemos olvidar la obligación de la Unión Europea en la defensa de las instituciones democráticas. Tal y como ha ocurrido en otros países ante mermas o quiebras del Estado de Derecho, la Comisión tiene el deber de actuar y, en su caso, sancionar.
Durante los casi cuarenta y cinco años de democracia, nuestro país ha repelido diversos ataques que pretendían acabar con el sistema de derechos y libertades que instauró la Constitución del 78. Ahora vivimos uno nuevo y, con la supervivencia de nuestra democracia en jaque, vuelve a ser imprescindible reaccionar cívicamente para defender la igualdad entre españoles.