
Según el relato del Génesis, al principio de los tiempos todos los humanos hablaban el mismo idioma, de tal forma que se propusieron construir "una ciudad con una torre que llegue hasta el cielo". Jehová, que gastaba algo más de mala leche que su Hijo, observó la situación y pensó, siempre según el primer libro de la Biblia, que aquella gente formaba "un solo pueblo" y hablaban en "un solo idioma; esto es solo el comienzo de sus obras y todo lo que se propongan lo podrán lograr".
La solución fue tan simple –para el Creador, claro– como demoledora: "Confundir su idioma para que ya no se entiendan entre ellos mismos". Así que los hasta entonces felices, trabajadores y ambiciosos ciudadanos de Babel acabaron dispersos por el mundo. Ya no podrían lograr todo lo que se propusieran.
Curiosamente, y si me permiten la ironía, el Génesis no dice nada sobre la riqueza cultural que suponía tanta variedad de lenguas: un tesoro que el pueblo de Moisés y los autores del libro sagrado parece que no apreciaron en lo que realmente vale.
En España también hay quién no aprecia del todo el valor de esa diversidad lingüística: sin ir más lejos los nacionalistas que han laminado todas las variedades de sus respectivas lenguas para imponer el euskera batúa o el catalán de Pompeu Fabra allí donde nunca se hablaron el uno o el otro.
Pero más allá de estas paradojas de las que tan poco se habla, las últimas polémicas políticas me han hecho pensar, otra vez, en la verdadera utilidad de una lengua, que en teoría es una herramienta para entenderse, pero en la práctica –al menos en España, aunque es un esquema que también funciona en otros lados– sirve sobre todo como método de crear fronteras y de hacer algo parecido a limpiezas étnicas dentro de ellas.
Se nos vende un supuesto derecho a usar este o aquel idioma, como si lo esencial del acto de comunicarse no fuese la comunicación, y se lleva al catalán, el vasco y el gallego a ámbitos en los que no deberían estar. No porque no sean lenguas españolas, que lo son, sino porque por suerte los españoles tenemos una en la que nos entendemos todos, un regalo que nos ha hecho la historia y en el que, aunque a muchos esto pueda sorprenderles, Franco no ha tenido nada que ver.
Lo peor es que, pese a la tabarra enorme sobre los derechos que nos dan, todo es una impostura, una representación cuyo único fin es transmitir una realidad completamente falsa, una España que no existe pero que así se va construyendo, antes poco a poco, ahora mucho más rápido.
Reivindican su idioma allí donde no pasa nada si no les entienden –a quién le importa lo más mínimo un discurso de Rufián, por ejemplo– pero si de verdad necesitan comprenderse unos a otros hablan español: ahí tienen el ejemplo de Padrales, tan combativo con el euskera cuando todos estamos mirando, pero que ni siquiera lo usa en su gobierno cuando las puertas están cerradas y necesita, ahí sí, que se le entienda.
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