Hace casi setecientos años, Ambrosio Lorenzetti tuvo un sueño premonitorio y lo pintó en una pared del Palacio Público de Siena como alegoría del mal gobierno. El rostro que se le apareció para describir la tiranía fue el de alguien con un inequívoco parecido a un Sánchez, aunque por alguna extraña confusión de Morfeo, quien se le manifestó fue el hermano del tirano y no el tirano mismo, a pesar de que era inequívocamente éste el protagonista de la pesadilla. Es verdad que lo dibujó bizco, con cuernos y con colmillos, que no son parte de la imagen real del hombre, pero no hay que olvidar que éstos son elementos alegóricos, no físicos, donde la cuerna y dentadura apuntan a lo diabólico y el estrabismo sugiere cortedad de miras. Por lo demás, la semejanza es indudable. El tirano, con el rostro de su hermano, lleva en una mano un cetro de dos amplias bases con las que el pintor quiere aludir a que el personaje siempre cae de pie, apoyado bien en un lado de la vara, bien en otro. Es lo que Sánchez llama "resiliencia".
Sometida a él, en el suelo, por debajo de la tarima en que sátrapa se eleva, yace la Justicia, maniatada, encadenada, inmóvil, junto a una balanza desvencijada. El parecido de la mujer tendida y llorosa con la actual presidenta del Consejo General del Poder Judicial, Isabel Perelló, es incuestionable. Quien sostiene la cadena que le ata los pies y pretende apoderarse de su maltrecho instrumento, imprescindible para ejercer la elevada función, es un Cándido Conde-Pumpido joven, casi adolescente, queriendo decir con ello que la ambición de subyugar a tan digna señora le viene al arbitrario jurista de antiguo.

Por encima del déspota, aparecen las alegorías de los pecados más sobresalientes de nuestro Sánchez. El primero, la Soberbia, sosteniendo un yugo, indubitado defecto del susodicho. Luego, la Avaricia portando un garfio y unas bolsas donde amasar lo acumulado, una tacha pendiente de confirmar en él, pero sobradamente intuida por la codicia manifiesta de sus subalternos. Y la tercera, la que corrobora sin margen para la duda que lo que pintó Lorenzetti es el régimen de Sánchez: la Vanagloria, que aparece contemplándose en un espejo con untuoso deleite, fiel imagen del narcisismo que es marca incuestionable del sujeto.
A la derecha del dictador, aparecen varios personajes que representan más vicios de quien nos gobierna. En el extremo izquierdo está la Crueldad, imaginada como una madre que intimida con una serpiente al hijo recién nacido, un niño que sería el vivo retrato de Ábalos si el exministro se afeitara. Junto a ella, la Traición, que lleva en su regazo un animal con cabeza y cuerpo de cordero, que es como se presenta Sánchez a los electores, y cola de escorpión, que revela el modo con que luego el mismo los traiciona haciendo lo que prometió que no haría. Un tercero es el Fraude, vicio innato en nuestro Sánchez, patente desde los tiempos de su tesis doctoral. La alegoría consiste en un personaje provisto de alas y pies con garras. Es también metáfora de todas las mentiras que sin cesar escupen él y sus ministros. Por no hablar de la inclinación al pucherazo.
Al otro lado, está la Ira, pecado contrastado del presidente, representada por un centauro con cabeza de jabalí. Y, junto a él, la División, armada con un serrucho, recurso habitual de nuestro autócrata, que afirmó sin sonrojo querer levantar un muro entre nosotros. Termina el desfile de vicios y pecados con una alegoría de la Guerra, que va como anillo al dedo a quien se empeña en rememorar nuestros años treinta para que los españoles nos volvamos a enfrentar en bandos opuestos, quizá irreconciliables.
Si Sánchez tuviera familiares y amigos, y no beneficiarios y aduladores, alguno le aconsejaría viajar a Siena a contemplar el fresco de la alegoría del mal gobierno para ver, retratado por un genio del Gótico italiano, lo que de verdad es el sanchismo.