Hay un tipo de vídeo muy particular y muy viral en redes sociales que me llama particularmente la atención. Se trata de grabaciones de la vida cotidiana en la calle, el metro o los bares de la España que va de los años 70 a los 90. Planos breves, gente corriente, imagen granulada y borrosa y una música melancólica de fondo para disparar la nostalgia en los espectadores. Son potentes cinematográficamente, pero mucho, muchísimo más, políticamente. La nostalgia es una herramienta política de primer orden desde siempre, y en esta era de lo viral, lo es cada vez más. Pero hoy igual que ayer, la nostalgia es reaccionaria. El mensaje que acompaña a esta clase de vídeos (este del Metro de Barcelona en 1990 o este sobre el suburbano de Madrid en esa misma época) es siempre el mismo. "Eramos felices y no lo sabíamos". El pasado era un lugar mucho más agradable. Más limpio, más decente, más bonito. Cualquiera tiempo pasado/fue mejor, escribió Jorge Manrique cuando se le murió el padre. Pero lo cierto es que no. Cualquier tiempo pasado fue anterior, pero muy rara vez fue mejor.
Tengo un cerebro privilegiado para almacenar datos aleatorios absolutamente inútiles. Por ejemplo: en 1989 murieron diez mil personas en accidentes de tráfico. Un diez por ciento de ellas eran menores de edad. Mil niños muertos. En un solo año. En 2023 se dejaron la vida en la carretera poco más de mil españoles en total. En 1990 murieron asesinadas casi 500 personas, en un país que tenía 10 millones de habitantes menos que hoy y donde la inmigración era virtualmente inexistente. Nueve personas murieron a escopetazos en Puerto Hurraco. Otras cinco, policías nacionales, en Sabadell, masacradas por una bomba etarra. El nacionalismo terrorista vasco asesinó aquel año a 25 personas. Al año siguiente, cuando una Irene Villa mutilada apareció en las portadas de todos los periódicos, serían 46. El año pasado en España murieron 348 personas a manos de otro ser humano.
Recuerdo con precisión videográfica la nochevieja de 1989. Puedo visualizar nítidamente a Marisa Naranjo equivocándose al dar las campanadas. Puedo tararear cada sketch del especial con el que La Trinca recibió a 1990 en Televisión Española, y cantar cada imitación de Martes y Trece en el A Por Uvas con el que despidieron los años 80. Aprovechando que estaba escribiendo este artículo he pasado un rato en la web de RTVE volviendo a ver aquellos programas especiales tres décadas y media más tarde y, de nuevo, me he partido de risa con las mismas bromas gamberras y políticamente incorrectas de la época en la que la corrección política no existía. ¿Era mejor el humor entonces? Claro que no. A cualquier veinteañero le parecería pueril y ridículo. Chiquito de la Calzada les resulta inane a los que nacieron cuando el malagueño estaba en su mejor momento.
Nadie echa de menos los noventa. Echa de menos ser joven. El sesgo que nos hace ver el pasado de color de rosa está extremadamente estudiado a estas alturas. El vídeo del metro está rodado un fin de semana sin apenas tránsito. La música melancólica oculta el ruido de los vagones y de la gente, que sigue siendo hoy exactamente el mismo que era entonces. Hay paz y tranquilidad en ese vídeo, que se contraponen al transporte ruidoso, hediondo y abarrotado que usamos hoy para ir al trabajo. Las imágenes están cuidadosamente escogidas, igual que nuestro cerebro escoge con precisión los momentos adecuados para que podamos llamar a nuestro pasado "los buenos tiempos". Es humano. Es normal. Es políticamente reaccionario.
No todo el mundo echa de menos ser joven. Gente nacida en este siglo afirma añorar un mundo que no conoció, con menús del día a 500 pesetas y videoclubes de barrio donde alquilar Golpe en la pequeña China por 200. También es mentira. Pero tienen razón. El pasado no es mejor que el ahora, pero el futuro sí que es peor que lo que era. Y ese es el auténtico problema.
Los clasemedieros que alcanzamos la mayoría de edad en los noventa tuvimos algo que la gente que nació por esa misma época echa mucho de menos: despreocupación por el futuro. Esperanza, en suma. Hoy sabemos que no vamos a cobrar pensiones como las que estamos pagando con nuestros impuestos. No es política, son matemáticas. Los veinteañeros de hoy ni siquiera se permiten soñar con un futuro decente. Culpan a los boomers, que acaparan pisos, pensiones y subvenciones. No pagan nada, cobran por todo. Es un argumento lógico, humano, y erróneo.
El problema generacional de España, que es el de todo Occidente, es increíblemente simple de describir, e indescriptiblemente complejo de solucionar: No nacen niños. O no los suficientes. Es así de sencillo. Hay siete u ocho millones de extranjeros y nacionalizados en España porque hay millones de personas que no han nacido en estos 35 años. Y porque hay un negocio descomunal montado alrededor de la inmigración, claro, pero el principal problema es que no nacen suficientes niños. Y menos que van a nacer. La generación Z tiene menos hijos aún que la milenial, y muchos menos que los X, que desde luego fuimos mucho menos prolíficos que nuestros padres boomers.
Em 1992 P.D. James publicó Children of Men, una novela distópica en la que un fenómeno desconocido ha convertido en infértiles a todos los seres humanos. La humanidad se prepara para su extinción, pero en el interín, las mascotas son tratadas como seres humanos, se les viste como a niños y se les pasea en cochecitos infantiles. Mujeres de todo el mundo desarrollan una obsesión por muñecos casi idénticos a un niño humano. Millones de inmigrantes entran en el país para mantener la población estable y a los ancianos, convertidos en cargas. se les eutanasia por cualquier motivo. ¿Suena familiar? Nuestra distopía no es la superpoblación, la extinción de los recursos o el apocalipsis climático. La distopía que viene es que haya cada vez menos de nosotros, y perdamos la esperanza y las ganas de vivir.