
Un gran clásico, el famoso centro reformista, acaba de volver al primer plano de la política española de la mano del PP, cuya dirección no se ha destrozado precisamente el cerebro para dar con un concepto llamado a generar algo de ilusión entre su clientela. En un donuts, el centro es todo lo que se contiene dentro del área delimitada por el diámetro interior del círculo que le da forma; o sea, el vacío relleno de nada. Y en política ocurre otro tanto de lo mismo. Porque el centro, ya se trate del reformista o del antirreformista (en el supuesto de que exista tal cosa), es un concepto político perfectamente huero; un significante vacío, que diría Ernesto Laclau o los otros charlatanes posmodernos de La Sorbona.
Por lo demás, la mejor manera de entender qué es eso del centro consiste en acusar recibo de lo que no es. Porque el centro, contra lo que se tiende a suponer de modo intuitivo, no remite a la práctica sistemática de la equidistancia entre dos extremos imaginarios, lo que nos conduciría de vuelta a la teología de la Edad Media de la mano de Aristóteles y su célebre principio del "justo medio". Pero no, no va de eso el asunto. Bien al contrario, el gran problema operativo de esa reformista nada, el centrismo en tanto que quintaesencia de la no-materia ideológica, es el público objetivo que consume tal tipo de mercancía política tarada.
Porque el centrismo como actitud filosófica ante la cosa pública, ya se ha dicho que no es una postura que predique la moderación, la prudencia o el gradualismo en política. No, lo que en verdad define al centrismo, su seña de identidad genuina, es la retraída indiferencia escapista ante los problemas colectivos. El verdadero centrista no es radical ni moderado. El verdadero centrista es un espectador compulsivo de concursos de televisión, alguien ajeno por esencia a lo político y la política. De ahí su nula lealtad a las siglas que ocasionalmente apoya. Por algo, en el sentido etimológico griego, el centro es la causa de los idiotas.
