Que vivir es decepcionarse no es más que el resultado de una confusión idealista sobre la conducta humana. Primero se formula un modelo supuestamente admirable o coherente con un marco ideológico y jurídico y luego la realidad se encarga de destrozarlo con casos y más casos sucesivos y sangrantes. Ocurre así porque la ingenuidad moral y la ignorancia de la historia, y de casi todo lo demás que no sea la propia especialidad, son la materia de nuestros actos. Más si cabe en la democracia. Sobre todo, en España.
Aunque el tema que señala el título de esta pieza daría para un librote, me ceñiré a algunos hitos de la democracia inaugurada gracias al veterofranquismo y aceptada por casi todos los actores políticos y por los ciudadanos, unos como mal menor, como atajo o como panacea de una posible convivencia, algo muy infrecuente en España. Casi 50 años después de la Ley para la Reforma Política del gobierno de Adolfo Suárez, el desfile de decepciones ha sido extenso y penitencial.
La primera de todas, aunque no en el orden temporal, fue la de la Casa Real encarnada en Juan Carlos I que, tras conseguir una transición calificada de ejemplar por todo el mundo (salvo por los nacionalistas y los extremistas) ofreció un espectáculo de sexo, corrupción económica y banalidad moral cuyo recuerdo se centra en un elefante muerto en un país africano y en unas señoras bien lejanas a la dignidad de su esposa, la Reina Sofía.
La segunda de ellas fue el primer PSOE de Felipe González y Alfonso Guerra. "100 años de honradez" fue su primera mentira cuyo objetivo era blanquear su historia real desde su fundación hasta 1939. Se vio a la primera con la gran decepción del apoyo a la OTAN (por la izquierda), los GAL, su herida a la independencia del poder judicial y su estrategia de partido único vertebrador y sin alternancia, que se ensayó con éxito en Andalucía (por la derecha).
Siguió la segunda etapa felipista con su adoración del dinero y la especulación, su pésima gestión del proceso de desarrollo de las autonomías, su rosario de corrupciones, su preferencia por una alianza con los nacionalismos y su elaboración de una estrategia dobermanista sobre la oposición política. Todo ello desanimó a las izquierdas y soliviantó al resto de España.
Y llegó José María Aznar, también de la manita del nacionalismo, y aunque la gestión económica alivió a la España trabajadora, en su segundo mandato, con mayoría absoluta, desencantó a su base electoral con ínfulas delirantes (desde la hiperboda de su hija en El Escorial a las fotos de los pies en la mesa) y con su incapacidad de ejercer el poder de las urnas atenazado por el "centrismo". Los enemigos de una España con presencia mundial nos castigaron con el 11-M. La corrupción ya estaba, pero no se conoció hasta más tarde.
Con Zapatero se inauguró el retablo de las maravillas, con la ceja ridícula y las kelis enanas, con sus derogaciones de los proyectos educativos e hidrológicos, dejando atónitas a las víctimas el terrorismo etarra cuando se puso a bailar con los lobos y ceder y ceder ante el separatismo catalán, negándose a admitir que democracia es convivir con el adversario sin necesidad de recurrir a la sangre. Por si fuera poco, falseó la historia, hundió económicamente a la nación y se lo llevó el viento, ese elemento religioso que invocaba en sus aventuras obamistas. La corrupción estaba, pero se conoció más tarde.
Y llegó Podemos, engañando a los indignados, sometiéndolos al control comunista, y dando ejemplos de desfachatez moral y neurastenia ideológica. Los votantes de una izquierda impositiva primero creyeron, después no pudieron creer lo de Galapagar, ni lo de su inmensa ambición de poder y su voluntad de exterminar a la España que no cree en el comunismo ni en sus sucedáneos. La corrupción y el sexo obsesivo ya estaban, pero se supo luego.
Y arribó Rajoy, con la mayoría más espectacular de la democracia (Congreso, Senado, CC.AA. y Ayuntamientos) y no cumplió nada de lo prometido – bajar los impuestos, revertir lo que arruinaba la convivencia, enderezar la democracia (ni la interna, de la que expulsó a liberales y conservadores, Ciudadanos y Vox, para entendernos), salvo ordenar un poco la economía y vagar como un Bartolo sobre la Historia de España. La corrupción ya estaba, pero bien escondida.
Ciudadanos (léase también Rosa Díez) y Vox vinieron a vernos, pero tras ganar uno las elecciones en Cataluña, hazaña imborrable, y alcanzar el otro los 52 escaños y subiendo, ambos mostraron la enfermedad partidista de esta democracia. Malsana elección de cuadros y oportunismo ideológico o cerrazón orgánica a la libertad de conciencia y expresión. Uno se hundió a conciencia y el otro sobrevive, pero aislado y alimentándose de los pecados de los demás.
Finalmente, nos invadió el sanchismo, dejando a todos los demás a la altura del betún más negro. Enchufismo al máximo, puterío, piraterías ministeriales, ocupación institucional, nepotismo a gogó, mentiras sin parar, autocratismo, insolencia parlamentaria, ataques al poder judicial, tiranía y maquiavelismo en la interpretación constitucional y tantas cosas. Como está de cuerpo presente, no hacen falta más glosas.
Hundida la seudoizquierda comunista, casi reventado el socialismo sanchista, llegó Feijoo, con sus acertijos gallegos de si con Vox o sin ella, y va y le estalla en la cara, qué oportuna y anunciadamente, el caso Montoro, que, de probarse judicialmente, debe avergonzar a todo el PP por al abuso de poder de unas élites miserables sobre la vida y la haciendas de los españoles. Y miren por donde, se proyectará en los cines "El Renacido Sánchez", con su salvavidas pepero, y Vox recogerá las migajas de la mesa que ya no darán para llenar un plato de mayoría electoral. Conjeturo, claro.
Esto es, ya no podemos decepcionarnos más y mejor. Para una gran cantidad de españoles, todos son iguales. Esto no funciona. Los partidos se han convertido en un problema y nadie sabe qué puede hacerse cuándo la desilusión ya alcanza, no sólo a la democracia como forma de gobierno, sino a la política como medio para alcanzar bienes comunes y mejorar en libertad. España toda se ha convertido en un cachondeo amoral y bandolero.
No quiero perder la esperanza ante este infierno y quisiera ayudar a enderezar el entuerto. Pero, ¿cómo, qué, con quiénes, para qué? ¿Hay tiempo? ¿O mejor hacer patria de un modo más digno y retirado?

