
Lo de esa chica del PP, Noelia, ha vuelto a reabrir una discusión pública que ya viene siendo recurrente en España desde hace mucho tiempo. Es la que hace referencia a si los altos cargos políticos, de modo especial los que se ejercen en instituciones de ámbito nacional, deberían poseer titulaciones académicas de grado superior. De hecho, existe una gran presión en ese sentido desde muy antiguo. He ahí, por cierto, la causa última de que tantos políticos profesionales traten de maquillar y engordar sus expedientes académicos en los currículums oficiales, demasiadas veces tratando de colar gato por liebre. Fueron célebres a ese respecto aquellos "estudios de Economía" de José Montilla, dignísimo bachiller que hizo creer al todo Madrid que había aterrizado en el Ministerio de Industria un discípulo aventajado de Keynes y Schumpeter.
Y es que, más allá de los complejos personales, se ha implantado en el sentir colectivo la idea de que no disponer del aval de una titulación universitaria cuestiona la legitimidad de las personas para ocupaciones de representación civil. Se puede leer en la Constitución que las Cortes constituyen el máximo órgano de representación del pueblo español. Y sucede que únicamente el 28% de los componentes del pueblo español dispone de titulación universitaria superior. Un dato que, por sí mismo, ya debería resultar suficiente para zanjar esa discusión. Si bien una cosa es la representación y otra muy distinta la gestión.
Cualquiera puede ejercer de diputado, pero resultaría deseable que el ministro de Industria acredite un conocimiento profundo sobre tal materia antes de acceder al cargo. La figura del examen parlamentario previo, a la americana, debería implantarse también aquí. Por lo demás, el problema más grave no es que los políticos sean muy ignorantes o muy mentirosos, circunstancias ambas que parecen concurrir en la tal Noelia. No, lo peor no es eso. Lo peor es que su falta de preparación profesional para ocupar un puesto de trabajo fuera de la política, un caso generalizado en estos tiempos, los convierte en esclavos de los partidos, de los que dependen durante toda su vida.
