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La sinrazón de la superioridad moral

En España, cualquiera que se opusiera a la ultraderecha franquista, era demócrata. Así se colaron nacionalistas, etarras, podemitas y toda esa casquería ideológica

En España, cualquiera que se opusiera a la ultraderecha franquista, era demócrata. Así se colaron nacionalistas, etarras, podemitas y toda esa casquería ideológica
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez a su llegada a la sesión de control celebrada, este miércoles, en el Congreso de los Diputados. | EFE

Un fantasma recorre Occidente, la sinrazón. Ya no se debaten ideas, se imponen etiquetas para descalificar al adversario. De Putin a Trump, de Bolsonaro a Maduro, de Ebrahim Raisi a Milei, hasta llegar a Pedro Sánchez y su mentor Zapatero. Ideologías diferentes, idénticos métodos: la demonización de sus adversarios y sus ideas. La teoría del demonio de la guerra fría. La democracia se ha convertido en sospechosa.

Es una tragedia para la humanidad. Sin el respeto formal a las ideas de los demás no hay democracia. Aunque formalmente todos se protejan tras su superioridad moral. El mal que está haciendo Pedro Sánchez a la democracia española ya no es vender a trozos su soberanía nacional, ni la destrucción de sus instituciones, sino demoler el tejido moral que la justifica. El daño es inmenso, y como un bosque de cerezos arrasado por el fuego tarda décadas en volver a su esplendor, recuperar la confianza en las instituciones por parte de sus ciudadanos puede costar generaciones.

Para apreciar su devastación volvamos la vista al pasado de donde venimos. La Ilustración europea del siglo XVIII significó una ruptura radical con el mundo anterior. Fue un movimiento cultural que se propuso liberar a la humanidad del peso de la superstición y el dogmatismo religioso mediante la exaltación de la razón, la ciencia y el debate libre de ideas. Filósofos como Kant, Voltaire o Diderot defendieron que las ideas no debían aceptarse por autoridad, sino por su capacidad de ser demostradas y debatidas racional y científicamente. En el terreno político, atrás quedaban las monarquías absolutas del Antiguo Régimen y se emprendía el camino a las democracias liberales.

Sin embargo, dos siglos después, Occidente y España parecen haber caído en una nueva forma de oscurantismo. Si en el Antiguo Régimen el dogma era religioso, en nuestros días adopta un carácter ideológico y político.

El recorrido ha sido sibilino. Tras la Segunda Guerra Mundial, la política internacional quedó marcada por la Guerra Fría. El enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética no solo fue militar y económico, sino también cultural e ideológico. Surgió lo que algunos historiadores denominan la "lógica de los demonios": no era necesario discutir los argumentos del adversario, bastaba con asociarlo al demonio político de turno. En Occidente, acusar a alguien de comunista era suficiente para desautorizarlo. Menos en los círculos neocomunistas muy infiltrados en las universidades siguiendo al dictado la batalla cultural de Gramsci . En los regímenes del Este, la simple sospecha de ser fascista o nazi era suficiente para ser eliminado.

En España, cualquiera que se opusiera a la ultraderecha franquista, era demócrata. Así se colaron nacionalistas, etarras, podemitas y toda esa casquería ideológica (Sorry, nadie estamos libres de proyectar nuestra propia sombra). En esas estamos. Con la transición democrática de 1978, España parecía haber encontrado un terreno para la dialéctica racional. Hasta que llegó Zapatero con la tensión guerracivilista y Pedro Sánchez con la ultraderecha y la polarización.

En la actualidad, el gobierno de Pedro Sánchez ha hecho de la polarización un instrumento de poder. La etiqueta de "facha" o "ultraderechista" se aplica de manera indiscriminada a cualquier opositor, con independencia de sus matices ideológicos. Se trata de un mecanismo de deslegitimación heredero de la lógica de los demonios: no se refutan las ideas del adversario, se invalida su existencia como interlocutor. A ello se suma la dinámica mediática secuestrada desde el poder, y las redes sociales, que amplifican el insulto y reducen los espacios de reflexión sosegada.

Aparentemente Pedro Sánchez, Donald Trump, Putin. Maduro, Milei… son muy diferentes. Y sin embargo todos ellos desprecian a los adversarios y sus ideas con la misma impostura. Donald Trump convirtió la política en un espectáculo de agresiones verbales, descalificando a cualquiera como "enemigo del pueblo" o calificando las razones de sus adversarios de "fake news". En Rusia, Vladímir Putin ha llevado al extremo esa lógica totalitaria: no se discute, se elimina al opositor. Maduro en Venezuela reproduce el mismo esquema, criminalizando a la oposición bajo la etiqueta de "golpista" o "agente del imperialismo", Milei en Argentina insulta a sus adversarios de izquierdas como "¡zurdos de mierda!" y Pedro Sánchez utiliza a sus perros de presa y a la prensa afín (redundancia) para calificar a todos sus adversarios de "fachas". Menos a los que sirven a sus objetivos de poder.

Y en la cima de la impostura el progresismo anglosajón. Lo que nació con la intención de visibilizar discriminaciones históricas —raciales, sexuales o de género—, se ha convertido en muchos casos en un mecanismo de censura cultural. La "cultura de la cancelación" se ha transformado en un mecanismo de censura: universidades que cancelan conferencias, editoriales que retiran libros y campañas digitales para linchar a cualquiera que se atreva a disentir. El asesinato en EEUU de Charlie Kirk, figura conservadora cancelada y odiada por la izquierda radical, es un ejemplo trágico de cómo la política de la cancelación puede cruzar la línea de las ideas y desembocar en violencia. Se puede disentir de la mirada de Charlie Kirk, pero él ejerció la palabra y el razonamiento para persuadir y convencer, nunca para eliminar o hacer mal a nadie. Incluso era educado y respetuoso con sus adversarios dialécticos. Pero la superioridad moral (preludio del dogmatismo, el autoritarismo y la violencia) de la izquierda Woke, lo eliminó. Esa misma peste de la superioridad moral que el nazismo se llevó a la tumba a 50 millones de personas y el comunismo a 100 millones más.

El virus transciende y traspasa ideologías. Un ejemplo domestico nos muestra cómo una misma persona, en este caso, Silvia Orriols, de Aliança Catalana es capaz de hacer un discurso en el Parlament de Catalunya impecablemente democrático para reclamarle a las demás fuerzas políticas respeto a cualquier idea, y a la vez, arremeter como una xenófoba cualquiera contra los derechos civiles de más de la mitad de ciudadanos de Cataluña por hablar español o ser musulmán, no reconociendo otro idioma oficial que el catalán: "El catalán no ha de ser una lengua amable, ha de ser un requisito indispensable e imprescindible para vivir y desarrollarse en Cataluña". Para la señora, los castellanohablantes somos invisibles. Incluso se atreve a dramatizar: "Els catalans ems sentim foraster a casa nostra" (24':18". 22/02/2024) ¡Qué sarcarmo! poniéndose en el lugar de las víctimas cuando ella y sus antecesores pujolistas ejercieron y ejercen de verdugos desde hace décadas. "Extranjeros en su país", desde hace ya 32 años es la prueba escrita de su impostura.

¡Ojo con esta mujer!, tiene el timbre de voz de un predicador, la firmeza de un profeta y el aplomo de un fanático. Solo había que fijarse en la atención arrebatada con que le escuchaba el hemiciclo en pleno (bocabadats) en el debate de política general del parlamento de Cataluña en 2024 donde puso de largo todos sus objetivos políticos. Volveremos sobre ello, pero de momento, la encuesta de Sigma Dos en El Mundo le daba un porcentaje de 9,8% y entre 11 y 14 diputados, la mayoría de su subida a costa de Junts. Silvia Orriols es el huevo de la serpiente que ha incubado sibilinamente el catalanismo durante cuarenta años, a su pesar. Abróchense los cinturones.

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