La corrupción y el silencio cómplice de los empleados públicos
La pregunta es por qué un empleado público, que tiene garantizada vitaliciamente su condición, se pliega, a veces con la vehemencia del corruptor, a ejecutar o a consentir estas conductas.
Junto a la corrupción moral propia de los políticos conversos, que actúan al abrigo de la demoscopia o de la presión de sus socios, y frente a la corrupción legislativa, quizá la más lacerante y menos combatida, que se produce en los arrabales de la Carrera de San Jerónimo gracias al mal hacer de lobbies e intermediarios de todo pelaje, existe la corrupción estrictamente administrativa. Las dos primeras discurren extramuros de la Administración Pública, y aunque tienen un efecto indiscutible en el devenir posterior de los poderes públicos constituidos, no tienen la participación de funcionarios. En cambio, cuando se altera una licitación para adjudicar un contrato, o cuando se malean las condiciones técnicas y profesionales para la creación de un puesto "ad hoc" para un recomendado en una entidad del sector público, o cuando se presta servicio permanente a una persona en residencia oficial sin que tenga condición o estatuto jurídico alguno para ser receptor de esa prebenda, en todos estos casos, se requiere el concurso de varios empleados públicos.
Huelga decir que el empleado público que acata órdenes ilegales de superior jerárquico incurre también en responsabilidad penal. Como incurre también el empleado público que acepta, sin remisión, corruptelas o usos indebidos de fondos públicos a su alrededor. O el que instruye el procedimiento para la convocatoria y la provisión de una plaza para favorecido político en una empresa pública o en una entidad autonómica o local.
Si esos empleados públicos obedientes o renuentes, según los casos, se negaran a llevar a cabo determinadas actuaciones, la corrupción desaparecería. Sin embargo, son decenas los funcionarios que, a la vista de los últimos acontecimientos de podredumbre vividos en nuestro país, han participado o han hecho la vista gorda ante los vicios de conducta de determinados políticos. No es nuevo y no solo ocurre en la Administración del Estado, ni siquiera con un solo partido político, pero conviene ponerlo de manifiesto una vez más.
En el caso de la adjudicación de un contrato público, esencialmente de obra, es necesario en el concurso que existan empleados públicos que firmen un informe determinante sobre criterios subjetivos, para la adjudicación del contrato convenido por el político corrupto. Como existe un director de obra que emite las certificaciones con los excesos de modificaciones que determine, y al que corresponde también la aprobación de posibles modificaciones y la autorización de las liquidaciones finales, fuentes inagotables y consabidas de inflación de los finales a favor del adjudicatario. No es un solo funcionario, son decenas los que intervienen en este proceso y en diferentes ámbitos territoriales y funcionales.
En el caso del mantenimiento en residencia oficial de personas que no tienen la condición ni el estatuto jurídico para gozar de esta situación, sirva de ejemplo la estancia prolongada de Azagra y la familia en la Moncloa, han sido múltiples los empleados públicos que miraron hacia poniente y, con aplicación, atendieron las necesidades del hermano y la familia: servicio de ujieres, seguridad, servicio de comedor y alojamiento, servicios administrativos de apoyo. Al igual que en el caso anterior, no es un solo funcionario, son decenas los que intervienen en todo momento, sin contar los que, sin intervenir, lo saben y callan.
En el caso de la provisión de una plaza a través de un ente público del Estado, sirva el ejemplo de INECO, o la creación singular de un empleo en una Administración local, sirva el ejemplo de la Diputación Provincial de Badajoz, los responsables de personal, que son empleados públicos, incoan meticulosamente el expediente ya sea para su publicación en diario oficial o en plataforma interna, velando con esmero para que se cumplan los designios del componedor político. Una vez más, no es un caso aislado, sino que son decenas las personas que participan como empleados públicos desde sus despachos en la Administración.
La pregunta es por qué un empleado público, que tiene garantizada vitaliciamente su condición, se pliega, a veces con la vehemencia del corruptor, a ejecutar o a consentir estas conductas, a todas luces, incluso a las luces cortas de alguno, ilegales. Son varias las razones: la incomodidad de la negativa a ejecutar las órdenes por las consecuencias que pueden llevar aparejadas -cese, reducción de productividad, eliminación de otras ventajas, presión insostenible en la unidad administrativa de pertenencia-, la mera indolencia que lleva a que nadie quiera ser ni héroe ni mártir, sino un simple gestor de actos administrativos hasta la jubilación, y la falta de protección del eventual denunciante, porque no hay incentivo alguno para denunciar. Esta parálisis funcional, determinismo de pánico en estado puro, es observada sin escrúpulo por depredadores como Koldo García o Santos Cerdán, que campan a sus anchas en un ecosistema sin controles morales. Pero no son los únicos, porque hay indignos en todos los partidos que han hecho de la política un ejercicio de observación y depravación para obtener beneficios particulares.
Esos empleados públicos mayoritariamente continuarán como si no hubiese pasado nada, esperando que escampe la tormenta. Incluso en cenas familiares contarán que ellos estuvieron allí y vieron todo. Lo que nadie dirá es por qué no actuaron. Ni falta que hace, porque son colaboradores necesarios de esa corrupción, aunque no lo quieran reconocer.
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