España, ese cacho político de Tierra fácilmente reconocible en todo mapamundi que encaja entre los Pirineos y Gibraltar con Portugal a su lado Atlántico, parece estar muy enferma. Una de las consecuencias de las dolencias serias, esas que pueden matarte, es que logran que desatiendas lo que hasta entonces era importante para ti e incluso lo que se constituía como persona, y te ensimisma, te hace ajeno a lo que eras, te abisma sólo en tu cuerpo.
Su padecimiento parece bien grave porque ni siquiera presta atención a lo que la ha constituido. Nadie duda de que la presencia de América en el mundo histórico se debe muy principalmente, y en origen, a España, a la decisión de su gobierno, la entonces Monarquía, y bien excelente, de los Reyes Católicos. En este caso, muy singularmente de la reina Isabel de Castilla.
Sabido es que, ignorado por el reino de Portugal, Cristóbal Colón trató por todos los medios influir en la Reina para que asumiera el patrocinio de una aventura incierta para todos, salvo para él mismo, que pretendía alcanzar las tierras de las especias navegando por aquel tenebroso océano que bañaba lo que parecía ser el fin de la tierra.
La necesidad le llevó a las puertas mudéjares del convento franciscano de Santa María de la Rábida, Virgen de los Milagros alrededor de 1485. Llevaba de la mano a su hijo Diego. Allí los recibieron los frailes que rezaban en aquella "rápita" desde el siglo XIII y allí fue donde entre explicaciones, razonamientos, proyectos, desarrollos y diseño estratégico y logístico se fraguó, primero una relación intensa con la reina Isabel y, finalmente, el plan para abordar el secreto de la Mar Oceana.
Sabido es cómo pocos años después, tres naves se adentraron en los peligros del Atlántico – hazaña pasmosa incluso si se repitiera hoy -, y finalmente llegaron a lo que hoy se llama América y debió haberse llamado seguramente Colombia. Fuese como fuese, el resultado fue al encuentro del mundo romano germánico cristiano con otro mundo, nuevo para los recién llegados. Su consecuencia principal e inmediata fue el mestizaje entre ambos y la intercomunicación de creencias, materias primas, alimentos, tradiciones, sabiduría y costumbres.
Por eso mismo, sólo puede ser fruto de una enfermedad muy grave de toda una nación, si es que lo sigue siendo ese territorio peninsular, el que precisamente aquel Monasterio o convento franciscano y todo el entorno que va desde Palos de la Frontera a la confluencia de los ríos Tinto y Odiel que funden sus aguas en el Canal del Padre Santo, no tenga reconocida la importancia vertebral que tuvo en el desarrollo de la cultura occidental tanto en América del Sur como en la del Norte.
¿O es que ciudades como Los Ángeles, San Francisco, San Diego, San Antonio, Santa Fe, Las Vegas y El Paso se llaman así por casualidad? ¿O lo es que en casi todo el Sur continental y buena parte del Norte se entienda y se hable en español? Pues todo aquello se inició en ese convento que incluso Colón reconocería hoy porque se conservan los arcos de entrada en la Portería, los muros de la Iglesia, las Capillas y el Claustro Mudéjar bajo con el refectorio donde, quién sabe si alguna vez comió con su hijo. O en la Hospedería que allí había.
Pero lo que encontramos allí es un desierto de servicios y la inexistencia de atractivos de potencia popular capaces de explicar y obrar el milagro del autorreconocimiento de los centenares de millones de personas que hablan, piensan y sienten en español. Todas las naciones sanas recuerdan de dónde vienen. ¡Qué digo recordar! Veneran sus orígenes porque aclaran su identidad, su biografía y tal vez su destino. Lo celebran
Pero en España, el edificio más importante de la historia de la Hispanidad, o sea, uno de los espacios urbanos más trascendentes de la Historia de España, de la historia de Occidente en América e incluso en Asia y África, está tan desconsiderado y desdeñado que ni se puede tomar un café a las seis de la tarde, ni se puede obtener una botella de agua ni puede cenar ni alojar nadie en sus inmediaciones.
Salvo las explicaciones de los frailes franciscanos y los del grupo de cualificadas guías que lo enseñan por 3 euros la visita, lo demás es un páramo. Esta vez, sí, un páramo cultural y moral cierto, estúpido, negligente, fatal. Cierto es que allí cerca están las instalaciones de la llamada Universidad Internacional de Andalucía, pero no, no es eso lo que aquel lugar está reclamando.
No sólo habría que reorientarla hacia unos contenidos y servicios propiamente hispánicos, sino que habría que acompañarla de un "parque temático" de envergadura, o algo así, y de nutrirla con una suerte de turismo popular, estilo IMSERSO hispanoamericano, capaz de hacer circular a millones de personas de este y del otro lado del charco para conocer dónde y cómo empezó aquella gesta que completó la visión del mundo conocido y fusionó sangres, familias, lengua, creencias y futuro enriqueciendo a todos. O sea, dar a luz a una peregrinación al origen.
Cualquier nación digna de ese nombre levantaría un complejo rememorativo de su gran historia capaz de hacer presente a las generaciones presentes y futuras lo que allí tuvo su principio. Pero España no, no lo hace. Esta España enferma no cuida lo propio, no valora su proeza. Es más, se avergüenza de ella, se rinde ante quienes la calumnian y desfiguran, mintiendo casi siempre, los hechos contundentes.
Hay muchas asociaciones hispanistas en España e Iberoamérica. Hay muchos hispanistas, académicos o no, en España y en otros países. Esta es una causa transversal, común, necesaria, limpia y honorable. ¿Es que ni siquiera somos ya capaces de apoyar que el Monasterio de Santa María de la Rábida, la cuna de todo, se convierta en un símbolo, a la altura de los tiempos, de lo que hemos sido y somos?

