Ese es el título de una miniserie de televisión – mini, no por el número de los capítulos sino por la corta duración de cada uno -, que se puede ver en Movistar +, si uno paga, claro. La fe, en este caso, no se refiere a la creencia religiosa ni patriótica, sino a esa voluntad que se le pone a algo porque se juzga bueno con algún fundamento o con ninguno. Por ejemplo, la fe en uno mismo, la fe en un mejunje curativo o la fe en un color que se supone nos favorece. "Le tengo fe a tal o cual cosa o persona", decimos. También, cómo no, se le tiene fe, o no, a un político o a una nación o a una civilización.
Eso que llamamos la clase media baja española está retratada y caricaturizada en el desarrollo de un año donde vamos encontrando y confirmando la "poquita fe" en ellos mismos que tienen los protagonistas. En ninguno de sus meses, observamos una inquietud que supere los límites de una experiencia personal, bien del guardia de seguridad o de la empleada de la guardería protagonistas, cuyo mundo se encoge en la familia y en la simple intimidad.
Pero como la cosa está bien, novedosamente trovata-filmata y está desinhibidamente narrada, tiene gracia porque, en cierto modo, nos recuerda a cada uno lo que somos, los Sanchos de España, muchas poquitas cosas que tienen la poquita fe en sí mismos que se puede tener con esa dimensión de su paisaje humano. Así, saltar la valla hacia otros horizontes se nos hace imposible o, si se prefiere, no deseable.
Viene esto a cuenta de la poquita fe que nos queda ya en España, en la política, en los partidos, en las leyes, en el Estado, en la Iglesia, en la Justicia, en el futuro, en la democracia, en lo público (o en lo privado, aunque eso es lo que tenemos), incluso en la Libertad y en todo lo que supera la barrera de nuestra experiencia directa. ¿Qué nos importa verdaderamente? Pues a saber, poquitas cosas y con poquita fe.
Trasteando por la red he encontrado una sorpresa. Hay un Festival de Poesía en Chile, que se anuncia como Festival latinoamericano de poesía contemporáneo. En su edición del otoño de 2024, el barrio Italia, de la comuna (municipio) de Providencia, al noroeste de la capital, Santiago de Chile, acogió un aluvión de recitados. Tal derroche poético se llama precisamente Poquita fe.
Me dispuse a aprender, como siempre. Sé tan poco y soy tan poquita cosa, dicho sea sin ironía de ninguna clase sino con sincero reconocimiento ontológico, que me dije: Venga, a ello. Y fui. Encontré una programación completa de este encuentro que hacía diez años que no se celebraba. Aficionado como soy a los versos, procuré saber quién era quién entre los rapsodas porque mi conocimiento de la poesía chilena se limita a algo lejano de Vicente Huidobro, poco de Gabriela Mistral, poco más de Neruda y, en mis tiempos jóvenes e intensamente, los antipoemas de Nicanor Parra, aquello de que escribir un poema era una "tontería perdonable".
Así que cliqué y cliqué hasta que me sorprendió la presencia de quien creí que era un norteamericano, Thomás Harris, entre los bardos que iban a leer el día 3 de octubre. Anda, me dije. Se llama igual que ese otro Harris, el que inventó el monstruo caníbal Hannibal Lecter, Thomas, el de El silencio de los corderos. ¿Sería el mismo? Como aparecía un enlace-link, pues pulsé y, en efecto, me salió lo que la Wikipedia exponía del yanki de Jackson, Tennessee. Jo, pues es el mismo, deduje. Qué raro. ¿Qué pinta este tipo en Chile, en un festival de poesía?
Pero la cara no me sonaba de nada. Se llamaba Thomas Harris pero su rostro no era el del Thomas Harris que se soñó antropófago. Y claro, poco a poco, se fue desvelando el malentendido. En realidad, el poeta chileno, Thomas Harris Espinosa, no tiene nada que ver con el otro Harris, pero el editor del contenido que puede encontrarse en la web confundió los nombres y enlazó a todos los incautos como yo a la biografía del estadounidense.
Ya que estaba, leí algunos poemas del vate chileno, de su libro Cipango. Reparé en uno, "Océano de las tempestades", que se abre con una cita del Cuarto Viaje de Cristóbal Colón y empieza parafraseando a Francisco de Quevedo, tras mencionar la mar hecha sangre que recordaba la batalla de Lepanto: "Miré los muros de la patria suya,/ si un tiempo fuertes, ya desmoronados,/ ahora se abría el vacío, un vacío que era una ventana…"
Tras el ataque de poquita fe que sufrí al comprobar la imprecisión de los internautas que por poco me llevan a ser devorado por un criminal cocinero de hombres, comprendí que la fe, aunque poquita, tiene su recompensa. Fíjense. Encontrar en el Chile de 2024 a un poeta, Harris Espinosa, que cita todavía a Colón y que ha leído a Quevedo. Bastante más Hispanidad de la puede rastrearse hoy en cualquier colegio de Primaria, centro de Secundaria e incluso en muchas facultades universitarias en España.
Cierto, tenemos poquita fe. Una parte nos la han quitado quienes nunca debieron disponer de poder alguno por su amoralidad. Otra, la hemos perdido nosotros mismos porque no nos hemos empeñado en saber quiénes hemos sido y somos porque nos han quitado las ganas. Nos han convencido de que los españoles somos los patitos feos de la Historia, que mejor que nos limitemos a la vida privada y que perdamos la fe, hasta la muy poquita que nos queda.
¿Qué por qué? Imaginen que por la ventana abierta de esa fe menuda se obre el milagro de que el patito feo descubra que en realidad es un cisne. Que no es sapo, sino príncipe. Que no es cordero, sino león. Y se atreve a gozar del agradecimiento y del orgullo de haber sido una de las grandes naciones de la Historia, como dice el venezolano Carlos Leáñez Aristimuño en su libro, que recomiendo de nuevo, Por qué el futuro es hispano. Sí, la fe, aunque poquita, es un peligro.

