Con el frío llega el cambio de armario. Sacar de las cajas los jerséis, los vaqueros oscuros y las camisas de manga larga y esconder las bermudas, los pantalones de lino, las camisas floreadas y las camisetas surferas. La ropa que sale de los armarios de mis hijos adolescentes ya nunca volverá a entrar; para cuando sea hora de volver a ponérsela, se les habrá quedado pequeña. Las prendas de mi hijo mayor flotarán durante años en un limbo con forma de cajón en el que esperarán a que su hermano pequeño alcance el tamaño adecuado para ellas. Pero la ropa del pequeño se va directa al contenedor más próximo. Y con cada prenda de mi hijo preadolescente que meto en la bolsa de donar, se va también un pedacito de mí.
Los objetos cotidianos son un poco como las cerezas en un cesto; sacar una implica arrastrar otras. Cada prenda, cada juguete de mis hijos lleva consigo recuerdos de la época en la que se lo compré o de las veces que lo usaron. Hace unos años entregué en una campaña navideña el que había sido el juguete favorito de ambos durante muchísimo tiempo, uno de esos juegos de trenes con vías de madera que venden en el IKEA. La cadena de recuerdos que arrastró no se limitó a la infancia de mis hijos, sino que se remontó hasta mediados de los noventa, cuando se estrenó Toy Story. Tenía quince años cuando se estrenó en 1995, que son los mismos que tiene hoy mi hijo mayor. El género coming-of-age pega mucho más fuerte cuando eres el actor secundario que mira desde una abismal distancia cronológica al protagonista.
Se dice que el tiempo pasa más rápidamente cuando eres adulto porque todos los días y todas las semanas se parecen unos a otros y el calendario se mide en rutinas cumplidas o recados por cumplir. Personalmente, no lo creo. La vida y la sobreabundancia de vuelos baratos me han llevado a vagabundear intermitentemente por medio centenar de países en apenas tres años y medio, y esos 42 meses se me han escapado también como la arena de playa entre las púas de un tenedor. El problema de los niños es que permiten visualizar de forma rápida y contundente la velocidad a la que pasa la vida. Un día son críos y al final del verano toda la ropa se les ha quedado pequeña y los planes que hace dos meses eran lo mejor del mundo ya no despiertan ningún interés. Todos hemos sido adolescentes, y algunos tenemos la suerte de no haber dejado de serlo jamás, pero esa época extraña en la que uno empieza a preguntarse cuál es el lugar en el mundo, a dudar de todo y a mirarse en el espejo y no entender lo que ve es de las pocas a las que no regresaría.
"La experiencia es un peine que te regalan justo cuando te acabas de quedar calvo". El aforismo se le atribuye casi siempre a Ringo Bonavena, un boxeador argentino de los Pesos Pesados que llegó a pelear contra Joe Frazier y Mohamed Ali en el Madison Square Garden de Nueva York. Bonavena fue asesinado en Reno por los guardaespaldas de un mafioso de segunda categoría cuando tenía apenas treinta y tres años. Cuesta pensar en alguien tan joven pronunciando una frase tan certera sobre el paso del tiempo y sus consecuencias. Para mí pasaron al menos diez años más de los que él llegó a vivir antes de que yo empezara a entender la dichosa frasecita. Pero fue como con aquel viejo dibujo del jarrón que en realidad son dos rostros uno frente al otro; una vez lo ves ya no puedes dejar de hacerlo.
Es imposible recorrer el mundo por tu cuenta sin meterse en líos de vez en cuando. Una vez acabé en un cuartel armenio interrogado por la policía secreta, detenido por hacer fotos en la frontera con Azerbaiyán. En otra ocasión empotré el coche de alquiler contra una duna en el desierto de Dubái, camino de una ciudad abandonada; nos rescató un mauritano con turbante en una Toyota Pick Up sin matrículas pero llena de óxido y agujeros. La custodia compartida y el teletrabajo me permiten alternar viajes y aventuras con cuidar de mis hijos; lo mejor de los dos mundos. Muy a menudo el algoritmo de Instagram me muestra a treintañeros celebrando la vida sin niños, la abundancia de tiempo libre, los viajes de dos meses por el sudeste asiático, las cenas fuera; jóvenes guapos a rabiar presumiendo con euforia de todo el dinero que sobra a final de mes por no pagar pañales, guarderías, regalos de cumpleaños, extraescolares, ortodoncias, ropita de marca, el primer coche, el primer viaje con amigos o tu parte de la boda.
Nunca le llevo la contraria a quien celebra no haber tenido descendencia, especialmente si aún está a tiempo de tenerla. Criar a otro ser humano es un trabajo físicamente agotador durante al menos cinco o seis años, y emocionalmente extenuante durante otros diez o doce más. Meterse a ello sin ganas es una receta para la infelicidad, y yo además en según qué temas intento no dar mi opinión salvo que me la pidan. Lo que sí que creo es que si no hubiera tenido hijos a lo mejor ahora tendría un chalé en la playa. Pero sin críos que dejen pequeña la ropa que les compré hace unos meses, ¿para qué demonios quiero un chalé en la playa?

