Algo tienen los debates que suscita el proceso contra nuestro Fiscal General del Estado, que traspasan fronteras. Ayer mismo, un colega estadounidense me agarró del brazo y, algo consternado, me dijo: "Hay una cosa que no entiendo de los españoles". Fue una de esas frases que se dicen de repente, con la coronilla despeinada, como saliendo de un profundo sueño, y que si se escuchan con acento guiri sólo pueden provocar ternura. "¿El aranés?". "No, vuestro sistema de Justicia".
Yo soy capaz de comprender muchas cosas. He llegado a empatizar tanto con el llanto apátrida del rey emérito que casi abogo por el retorno del derecho de pernada. Pero hay preguntas imprevistas que, si me las lanzan a mitad de un miércoles, con la modorra de después de comer, todavía consiguen que en mi cerebro resuene el soniquete de reinicio de Microsoft.
—¿Nuestro sistema de Justicia?
—Sí. Tengo entendido que aquí los acusados tienen derecho a mentir.
En ese momento yo ya me excusé y me encerré en el baño, para preguntarle todo lo posible sobre el tema a ChatGPT. Volví con la sonrisa de quien se ha aprendido el temario del examen a base de redactar chuletas. Le expliqué que no se trata de una particularidad nuestra, sino una herencia de la Ilustración europea. Que aquí también, como en su tierra, preferimos a diez culpables en la calle que a un inocente entre rejas. Que nadie debería verse obligado a testificar en su propia contra y que, dado que quien acusa debe ser el que demuestre la culpabilidad del acusado, y no el acusado su inocencia, nuestro ordenamiento jurídico nos otorga derechos tal vez contraintuitivos, pero profundamente just…
—No, si a mí lo que me intriga —me cortó— es que en un ecosistema como el vuestro, tan garantista, haya surgido un adalid de la verdad como el fiscal García Ortiz.
Entonces me explicó lo previsible. Me relató el "Caso González Amador" siguiendo el hilo que había leído en algunos titulares de prensa. Me recitó que lo único seguro es que la pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid es un defraudador confeso —"así lo reconocía su abogado en la negociación del pacto de conformidad filtrado"—, que su jefe de Gabinete es un intoxicador mentiroso —"así enfangó cuando aireó que dicho pacto había partido de la Fiscalía, y no al revés, como probó la filtración"—. Y que el Fiscal General del Estado es un servidor público al que están juzgando injustamente por el simple hecho de haber desmentido un bulo.
—Claro que —terminó después—, ahí viene lo que no entiendo. ¿El sistema español qué prioriza exactamente: la verdad, o los derechos de defensa y de intimidad de los acusados?
—Yo lo que no entiendo —me limité a responder— es que alguien que viene de la vanguardia del mundo pueda estar tan desactualizado. Si hubieras leído en los mismos medios los últimos pormenores del juicio sabrías que filtrar secretos vuelve a ser un delito gravísimo otra vez. Pero un delito, al fin y al cabo, que no cometió García Ortiz, sino, probablemente, la fiscal que le reprochó que se filtrasen. Ah, y que todo ha derivado, en realidad, en una causa inaudita contra los periodistas. Esos que, no siendo obligados en ningún momento a revelar sus fuentes para exculpar a García Ortiz, consideran, pese a todo, amenazado su derecho a protegerlas.

