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El corazón de un alma gris

El periplo de los Gobiernos de Sánchez, que vinieron a cambiarnos corrupción por corrupción sin solución de continuidad, han impregnado el alma española de un nihilismo entristecido.

La imagen es la de un pequeño cayuco, "un mugriento pedazo de otro mundo, pionero del cambio, la conquista, el comercio, las masacres, las bendiciones", adentrándose en el corazón de las tinieblas. Y la de una voz, el último vestigio grave, rotundo, extraordinario, de un hombre reducido a una carcasa que contempla la oscuridad inmensa de la existencia abriéndose desde el centro de su ser. "¡El horror! ¡El horror!". Leer la famosa novela de Conrad solía ser un ejercicio pastoso y deslumbrante. Algo parecido a atravesar un fango que, sin embargo, se siente contra nuestras rodillas como el sedimento imprescindible de la vida que se extiende, inabarcable, rodeándolo todo. Todavía hoy sigue siendo el relato de un contraste diabólico: esa mezcla de atracción y asco que provoca en las personas la posibilidad de violentar el tabú del mal. Y sin embargo es una lectura deliciosa. Reverbera en toda ella la narración de una profunda conciencia moral. La experiencia de un hombre lúcido y consecuente, capaz de comprender el precio imperdonable de las cosas, y que por eso admira el final de un alma atroz que, pese a todo, no se queda muda ante el abismo. "¡El horror! ¡El horror!"

En esas últimas palabras de Kurtz, Marlow reconoce la grandeza de espíritu, supongo, que Raskolnikov atisbaba en Napoleón. Solo las almas grandes son capaces de escoger el mal sin negar su magnitud. Lo cual implica, antes que nada, reconocer que el mal existe. Y lanza una sonda que tal vez pueda guiarnos, después de la lectura, de regreso al bien. Es un libro de cuando en esta vida la inmoralidad seguía siendo preferible a la amoralidad.

El contraste refrescante con respecto a la otra imagen que me viene persiguiendo desde hace tiempo. La de un Peugeot, brillante pedazo de otra lógica, "pionero del cambio, el progresismo, la lucha contra la corrupción", adentrándose en el corazón de su propia inconsistencia. Y la de unos ocupantes incapaces de legar una enseñanza ética a través de la experiencia del mal que han provocado, porque no creen en él. El periplo de los Gobiernos de Sánchez, que vinieron a cambiarnos corrupción por corrupción sin solución de continuidad, han impregnado el alma española de un nihilismo entristecido. Sabedores, supongo, de que la única opción de mantener su impunidad pasaba por convencernos de que no hay condena en la condena de soportarlos, han querido teñir el debate público de una "grisura impalpable", de una "atmósfera enfermiza de tibio escepticismo", y a ello han lanzado durante años a sus terminales mediáticas. A base de mentir, lo han corrompido todo, desde la convivencia ciudadana hasta el funcionamiento interno del Estado, pasando por la propia naturaleza de un sistema democrático convertido en su instrumento caprichoso. Me gustaría decir que, a tenor de los recientes avances judiciales, no han conseguido embrutecernos del todo. Pero la verdad que subyace es que todavía, ni con tres de los cuatro ocupantes del bólido habiendo pasado por prisión, el líder de todos ellos ha sido echado del poder.

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