
"La cuestión es controlar lo mejor posible todo lo que puedes controlar, con el objetivo de que, la mayoría de las veces, lo incontrolable suceda a tu favor". La frase no fue exactamente esa, pero la idea sí. Y la dijo Xabi en una de esas entrevistas que son malos augurios en sí mismos, por lo que tienen de promesas de felicidad. A los grandes entrenadores en potencia habría que prohibirles grabarse manteniendo conversaciones maldinescas con pizarras tácticas de fondo. Se evitaría así una práctica cada vez más extendida y que ha destrozado casi tantos corazones de aficionados como el arbitraje, esa corte penal inquisitorial dedicada en cuerpo y alma a reducir a cenizas cualquier atisbo de disfrute en los campos. Es ver a un entrenador exjugador, leyenda retirada de tu equipo, desplazando a jugadores invisibles con las manos por un terreno inventado y sentir ganas de pedirle que te coloque, aprovechando la inercia, en una mansión monegasca: la inocente derivada de creer en la omnipotencia de quien no sólo sabe más, sino que lo cuenta mejor. O de imaginar que la victoria en el fútbol es de una simpleza tan radical que puede ser prediseñada por las mentes preclaras, aquellas capaces de abstraerse de complejidades absurdas como el hecho de que, una vez situados alrededor del círculo central, los futbolistas tienden a moverse por su cuenta. Escenas como la de Xabi en aquella entrevista de hace años, tan preñadas de esperanza anticipada, alimentan el mejor cine de terror.
Lo que pasa es que con Xabi la sensación era distinta, porque parecía saberlo. Miraba a su interlocutor, a un lado de la cámara, y parecía decirle al mundo que la diferencia entre otros y él es la misma que existe entre la "b" y la "v": una forma de pronunciarse con la sequedad de quien no se quiere autoengañar. "Nosotros, Khedira y yo", decía, en aquel Madrid eléctrico de Mourinho, "sabíamos perfectamente a qué se limitaba nuestra función". Básicamente a ocupar lo mejor posible todas las vías, correr mejor para presionar más eficazmente, dificultando los pases de un rival que entonces se veía obligado a rifarlos, facilitando la tarea de los Pepe y Ramos que guardaban las espaldas. Y después, consistía en gozar. "Mirabas para adelante", se relamía, "y sabías que daba igual a quién pasases el balón, a Mezut, a Di María, a Karim, a Cris… La calidad arriba era tan alta que nos facilitaba muchísimo las cosas". El fútbol se resume, terminaba al fin, en controlar lo mejor posible todo lo controlable —en presionar bien, ordenadamente; en correr menos, pero mejor; en posicionarse de la forma adecuada para facilitar la pérdida del contrario, o el pase del compañero— con el objetivo de que, la mayoría de las veces, lo incontrolable —un rebote; un mal control; el talento inimitable que, con todo en contra, rompe esquemas defensivos igual de trabajados— suceda a tu favor. El fútbol se resume en hacer todo lo posible para dejar a los mejores en situaciones, por lo menos, de igualdad contra un rival peor.
No caímos entonces —quizá Xabi sí, pero se lo calló—, en que todo lo controlable a lo que se había referido durante la conversación eran cosas que incumben exclusivamente a los jugadores. Y en que su labor, de llegar alguna vez al banquillo blanco, consistiría más bien en tratar de hacerlo con otros azares más difícilmente imaginables. A Xabi habrá que juzgarlo por su labor en ese ámbito. Y visto lo visto, sólo queda preguntarse: ¿ha sabido controlar lo mejor posible todo lo controlable —la relación con sus futbolistas, los cambios durante los partidos, los entrenamientos, el análisis sincero de lo que puede mejorar— con el objetivo de que lo incontrolable —egos adolescentes; resistencias tácticas; desplantes inaceptables; el acoso de la prensa, sólo un poco menos sibilino que el de la propia directiva— suceda a su favor?
