Para que tal desastre tenga lugar es necesario que haya tan pocos inocentes que ya no merezca la pena elaborarlas para dejar en evidencia a los lelos, ingenuos o incautos. Eso querrá decir que los millones de inocentes, seguramente miles de millones, que en el mundo han sido desde el principio de los tiempos, habrán dejado de serlo. O lo que es peor, que la legión de inocentes que siga habiendo haya adquirido el hábito de no parecerlo o no creerlo, que es lo peor de lo peor.
La cosa viene de lejos. Natural. Tras una guerra civil tras haber sido un imperio tras haber sido una primera y decisiva nación europea tras haber reconquistado un territorio perdido hacía siglos al islamismo tras…. cualquier inocentada resulta decadente por inútil. Ninguna calamidad posible resulta increíble. Camilo José Cela le dedicó un artículo a esta decadencia. Su argumento es abrumador: "Sin ingenuidad, sin candor, sin inocencia, no puede vivir el inocente hábito de la inocentada."
Nuestro Nobel daba paso a una inocentada jocosa, y jodida, aquel año de 1949 en que escribió sobre ella: "«El mariscal Stalin ha comunicado al Politburó su decisión de abandonar la Jefatura del Estado de la U.R.S.S. y de instalar, tan pronto como le sea posible, una tienda de flores en la Quinta Avenida, de Nueva York». No era buena. Nadie lo hubiera creído, ni los de la Guerra Fría de esta parte y, mucho menos, los del otro lado del Muro.
La inocentada, para tener el éxito al que aspira, debe disponer del tesoro de la credibilidad. Puede resultar rara, como aquella que el ABC publicó hace más de un siglo anunciando la venta de La Cibeles. O aquella otra trucando una foto y exponiendo un zeppelín aterrizado en medio de Madrid. O el incendio del Museo del Prado. O el robo de uno de los leones del Congreso. Hay un libro sobre todo esto. Pero, a pesar de su apariencia sospechosa, la gente salía de su casa para ver si era cierto. Triunfaba. Y eso sin salir de Madrid.
Pero, ¿hoy hay alguien inocente? ¿Hay alguien que esté dispuesto a creerse cualquier cosa a pesar de su naturaleza inquietante, dudosa, equívoca o vacilante? Vamos a ver, inocente es quien no se considera culpable de nada y por ello, deduce que no puede ser objeto de inocentada alguna.
Como hasta los cristianos se consideran sujetos al pecado original, inocentes, inocentes sólo pueden ser los Santos, esto es, por seguir la liturgia aquellos Niños que fueron sacrificados por Herodes y que conmemoramos cada 28 de diciembre, este año con especial dedicación a los cristianos asesinados en Nigeria y otras partes del mundo que no le importan a nadie, incluso bien poco a la Iglesia. Bueno, dice Trump que a el sí. Y eso parece. Y menos mal.
Lo que resulta de todo punto anómalo, estrambótico y ridículo es que haya todavía una minoría sectaria capaz de convencer a sus seguidores de que son inocentes de todo, haya pasado lo que haya pasado en la historia de España, de Europa, del mundo o de la eternidad. Verán, no son culpables de haber alimentado el germen del terrorismo como instrumento político desde sus comienzos (contra Maura, por ejemplo).
Tampoco son culpables de cierta complicidad con las dictaduras, desde Primo de Rivera hasta la soviética o la venezolana. Ni de su golpe en 1934. Ni lo son de haber contribuido al estallido de una guerra civil. No lo son de haber excitado el odio de las mayorías deslustradas hacia la religión y haber desencadenado el genocidio, este conceptualmente sí, de miles de católicos desde 1931 a 1939. Ni de las checas. Ni de las sacas.
También son inocentes del golpe de Estado de 1934, del fraude electoral de 1936, del robo del oro del Banco de España que terminó en Moscú o del desvalijamiento de los tesoros privados y públicos que el yate Vita llevó a México donde fueron robados por Indalecio Prieto a Juan Negrín, entre los que andaba el juego de lo de mandar en el exilio español.
Desde 1982, no son culpables de nada. No, tampoco de haber intentado someter al Poder Judicial, ni de los GAL, ni de la corrupción ni del dóberman. Tampoco de haber preferido primero al PNV y luego a Bildu en el escalafón de las alianzas. Ni mucho menos de haber convertido al infame prófugo y golpista en árbitro de la legalidad democrática. Tampoco de haber alimentado la etapa corrupta más soez, saunera, hortera y abyecta de la historia reciente.
Se me ocurre una inocentada. Pedro Sánchez hará una comparecencia oficial con preguntas para pedir perdón a los españoles por tanto daño causado por su partido a la nación y los ciudadanos desde su nacimiento, y desde luego en los últimos 20 años, y para prometer que nunca más volverá a usar la violencia ni la división ni la mentira como armas del medro político.
No, no es buena. Para que los inocentes, si es que quedan, piquen, es preciso que el enredo sea creíble, que tenga ciertos toques de veracidad que hagan dudar de su posibilidad. La mitad de los presuntos candidatos al muñeco blanco inocentón de España no se van a creer que vaya a hacerlo. La otra mitad no se cree que sea responsable ni culpable de nada ni ahora ni nunca, y eso hace que dicha inocentada sea imposible.
O sea que sí, que vivimos la decadencia de las inocentadas porque no hay inocentes y porque "nadie se asusta de nada, nadie juzga nada imposible, nadie ha guardado nada de esa última reserva de atónito temblor que diferenciaba a los hombres de las piedras. Y nadie tampoco ha defendido con uñas y dientes, como marcaba el deber, esa lucecita que iluminaba los espíritus por dentro…" Cela dixit. Amén.

