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Amando de Miguel

El cesarismo putinesco

La verdad es que la Madre Rusia no se merece que la representen los hijos de Putin.

La verdad es que la Madre Rusia no se merece que la representen los hijos de Putin.
El autócrata ruso Vladímir Putin. | EFE

Extraña guerra, la de Ucrania. Un país europeo es invadido por otro del mismo continente y unido a una misma historia y tradiciones: la Rusia putinesca, si se me permite el adjetivo.

El invasor, Vladimiro Putin, ex capitoste de la policía soviética, no es, como quiere parecer, un patriota. Simplemente, continúa la saga de los zares y de los soviéticos con su querencia expansionista, imperialista. Por lo visto, no le basta ser el amo de la nación más extensa del mundo. Le mueve el irredentismo de embaularse los territorios, como Ucrania, en los que resuenan las tradiciones de la cultura rusa o eslava. No olvidemos que el nombre de Ucrania, en ruso, quiere decir tierra de frontera.

Mi amigo Carlos Díaz, filósofo personalista donde los haya, imagina que Putin representa la rara mixtura de Maquiavelo y Hitler. Algo hay de eso. Empero, el sátrapa del Kremlin no ha escrito nada más que penas de muerte. Más bien, sería una metempsícosis del general Potemkim, conquistador de Crimea.

Formalmente, Putin es la continuación en frío de la omnipresente figura del cesarismo. Se dice así porque, en la vieja Roma, Gayo Julio César representó la transición entre la República y el Imperio con la impronta de su poder personalísimo. Es curioso que en distintos tiempos y varias culturas se dé ese tipo de autócrata con voces emparentadas: césar, cid, caíd, kedive, califa, zar, sha, kan, káiser, caudillo, cacique.

La historia más cercana rememora la del infausto Hitler. En 1939, Chamberlain acuñó la idea del apaciguamiento para justificar la inacción de las democracias ante las pretensiones expansionistas de Hitler. En opinión del rival de Chamberlain, Churchill comentó que esa indignidad del apaciguamiento se hizo para evitar la guerra. Profetizó y acertó: el resultado sería ambas cosas.

El equivalente actual del apaciguamiento es la negativa de los países de la Unión Europea para detener militarmente la invasión rusa. El lenguaje de la excusa es igualmente melifluo: distensión, diplomacia, diálogo, todos con la letra inicial D. Mientras, las tropas de Putin asolan el territorio ucraniano. El resultado es una especie de putiferio político. La verdad es que a uno le da vergüenza ser europeo, vista la escasa gallardía de la sedicente Unión Europea.

La guerra de Ucrania nos ha proporcionado algunas gratas sorpresas. Resulta que los ucranianos están resistiendo como jabatos a la superioridad rusa. Desde luego, la invasión no ha sido precisamente un paseo militar, como pretendía Putin. Son los ucranianos los que nos han dado una admirable lección de patriotismo. Por otro lado, Polonia ha dado al mundo un ejemplo de solidaridad (palabra de resonancia polaca en su antiguo enfrentamiento contra los soviéticos). Lo ha hecho al acoger a un millón de refugiados ucranianos, fundamentalmente mujeres, niños y viejos.

La guerra de Ucrania se plantea realmente entre los Estados Unidos y Rusia para determinar de qué lado cae esa frontera. Bien es verdad que los estadounidenses no han enviado tropas, escaldados como deben de sentirse de otras aventuras imperiales. El gran error de la Unión Europea ha sido no haber incorporado a Ucrania (y, eventualmente, a Rusia) a esa gran alianza continental. Ya es tarde para una decisión de tan altos vuelos.

Por si las paradojas no fueran pocas, está el hecho de que una parte del Gobierno de España (la comunista de variado pelaje), en el fondo, se inclina del lado de Putin. Lo hace de forma vergonzante. Es la mejor demostración de que los actuales mandamases rusos son la reencarnación del estilo soviético de gobernar. La verdad es que la Madre Rusia no se merece que la representen los hijos de Putin.

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