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Amando de Miguel

El desbarajuste burocrático

No es cierto que la parafernalia electrónica, informática o internética con que se viste la sociedad actual represente enteramente un progreso, por mucho que se disfrace de progresista.

No es cierto que la parafernalia electrónica, informática o internética con que se viste la sociedad actual represente enteramente un progreso, por mucho que se disfrace de progresista. La vida de relación ya no se entiende sin el aderezo de las tarjetas de identidad o de crédito para las infinitas operaciones económicas que hay que hacer. Se supone que todo el mundo tiene acceso doméstico o personal a la internet y la utiliza de cutio para solicitar una cita previa con un organismo, hacer la declaración de la renta y otros infinitos trámites. Ese sujeto digitalizado debe contar con diferentes contraseñas para operar los teléfonos, las tabletas y demás archiperres electrónicos de uso continuo.

Todo lo anterior se hace necesario ante la situación objetiva de que los organismos públicos y las empresas privadas se proponen todo tipo de regulaciones exhaustivas. En no pocos casos son realmente innecesarias, excepto para justificar la tarea de los reguladores, que son legión. La vida corriente exige acomodarse a esa realidad que todo lo complica con exigencias múltiples.

Nos habían dicho que, gracias a la revolución informática, iba a desaparecer el papel. Nada de eso. La vida corriente de relación impone el trasiego constante y creciente de infinidad de papeles: facturas, resguardos, certificados, fotocopias, recibos, formularios, impresos de todo tipo. Constantemente hay que resolver asuntos de impuestos, multas, recargos, contratos, permisos, recursos, etc., con la inevitable tendencia a requerir cada vez más el servicio de abogados, gestorías y notarios. Para muchos actos que antes eran elementales, como casarse, empadronarse, comunicarse con el hospital o el ayuntamiento, entre otros muchos organismos, se exige ahora un complicado papeleo. Un simple billete de tren equivale ahora a un par de folios, a los que se añade el trámite de la reserva por teléfono, ordenador o similar. En el tráfico mercantil han desaparecido la letra de cambio y el talón bancario, monumentos de la civilización de la Europa moderna. En su lugar se impone la transferencia bancaria. La conclusión es que cada vez se hace más dificultoso cobrar una obra, un trabajo o servicio. Todos los pagos son diferidos, excepto los que se hacen al Fisco. La morosidad se ha hecho la norma. Un asunto tan trivial como la pernoctación en un hotel exige la presentación del DNI, que es inmediatamente fotocopiado, y una tarjeta de crédito. Vaya usted a saber el uso que luego hace el hotel de esas valiosas informaciones sobre los clientes.

El asunto que digo no se reduce a que los individuos tengan que manejarse con dificultad en la jungla de papel impreso, fotocopiado o escaneado. Desde el punto de vista colectivo se explica la proliferación de toda la variedad posible de oficinas públicas o privadas con sus correspondientes empleados. Son legión los trabajadores que controlan, supervisan, inspeccionan, certifican, comprueban, verifican, examinan, protegen, vigilan, etc. Se impone la pregunta de Juvenal: Quis custodiet ipsos custodes? Es decir, "a saber quién va a vigilar a los vigilantes".

Se comprende la falacia de que el Gobierno asegure que va a crear (¿de la nada?) no sé cuántos miles o millones de puestos de trabajo. Es igual, el ejército de esa masa creciente de jornaleros pendientes de una pantalla de ordenador significa que la productividad general va a menos. Esto es, muchos puestos de trabajo resultan más bien parasitarios. Sirven fundamentalmente para alimentar la ilusión triunfalista de que el Gobierno crea muchos empleos, como si fuera su principal misión.

Una de las manifestaciones de la actual crisis económica (de la que nunca acabamos de salir) es que los servicios no logran ser todo lo productivos que se precisa. Así pues, de poco vale automatizar los procesos de trabajo, emplear robots y otros sofisticados dispositivos.

La descripción anterior no es solo un retrato de la realidad. Lo grave es que va a más. Tanto es así que el verdadero déficit de libertad en nuestro tiempo, y no digamos del inmediato porvenir, es el que se deriva del contraste entre el poder de los individuos o de las familias y el de las organizaciones. Todo lo demás son macanas.

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