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Amando de Miguel

El estado de alarma permanente

Da la impresión de que malvivimos en una sociedad cataclísmica, al borde del colapso total.

Da la impresión de que malvivimos en una sociedad cataclísmica, al borde del colapso total. Por todas partes "saltan las alarmas", sea por la lluvia (que "hace acto de presencia") o la sequía, los incendios forestales, los secuestros de niños, el destrozo del mobiliario urbano, los selfis, etc. Todo esto y mucho más constituye una fuente de constante angustia colectiva. La más general es esa continua exposición a los mapas meteorológicos con avisos de alarma amarilla, y no digamos naranja (lo siento por Ciudadanos). Por cierto, no estaría mal copiar las costumbres de los norteamericanos en caso de nevadas urbanas. Cada vecino viene obligado a quitar la nieve de la parte de acera que le toca. Pero sigamos, pues yo mismo me siento constantemente alarmado por todo.

Uno de los pingües negocios de nuestros días es el de instalar una alarma en la vivienda. Se anuncian con profusión, lo que indica que hay clientela. Ya no basta con poner rejas a todas las ventanas con acceso fácil desde la calle. Ahora hay que situar dispositivos dizque inteligentes que nos avisan de las intenciones de los cacos, antes incluso de asaltar el edificio.

Ante la mínima dolencia, ya no basta la aspirina o derivados. Ahora hay que pasar por el túnel de lo que llaman resonancia magnética. Los aparatos en cuestión no dan abasto a la demanda, canalizada por los médicos. Se supone que el procedimiento produce saneados réditos a las empresas que los instalan y los mantienen, entre otros beneficiarios.

La gran alarma de nuestros días es la insufrible desigualdad que existe entre varones y mujeres, que acarrea todo tipo de secuelas; por ejemplo, la violencia de género. Pues bien, nunca en toda la historia ha sido menor que ahora dicha desigualdad. Pero como se mantiene la creencia contraria, el resultado es la canalización de una riada de dinero público de todas las Administraciones para que puedan holgar las mesnadas feministas. Las cuales se proponen erradicar la violencia contra las mujeres. Ahí es nada.

Al mantener la creencia de que es grande la desigualdad entre los sexos (ahora dicen "géneros") se oculta la verdadera desigualdad, la que nos cuesta más dinero. A saber, la que mantiene la separación entre el estrato de los políticos, los que mandan, aunque sea en la oposición (hace un siglo se decía los "mandones") y todos los demás. Esa inmensa mayoría de los paganos (los que pagan) viene obligada a costear los privilegios y sinecuras de la llamada "clase política". Siempre se podrá redargüir que los que mandan han sido elegidos democráticamente por el pueblo. No es exactamente así. En las elecciones cada cual elige al partido de su preferencia, a veces el menos malo. Pero, una vez hecho el escrutinio, los dirigentes de los partidos se ponen de acuerdo entre ellos para repartirse los cargos. Es decir, al final los puestos de gobierno y de oposición, derivados de las listas electorales, se adjudican a dedo. Por este lado también está claro que la nuestra es una sociedad digital.

Se dirá que en las empresas también se acomodan los directivos según la conveniencia de los que ya mandan. Pero al menos en ese caso se cubre el expediente con una selección por méritos. Pero es que en el ramo político no hay nada parecido al aprecio de los méritos o la capacidad intelectual o moral. Simplemente, el político que quiera medrar bastará con que sea sumiso a los que dirigen el cotarro correspondiente. Por ese lado, todos los grupos políticos son conservadores. Todos ellos necesitan mantener en constante estado de alarma a la población. Es el factor común del conjunto de las noticias, quizá con la excepción de las deportivas. Pero ahora también hay que pagar dispositivos policiales extraordinarios para erradicar la violencia de los fanáticos de los clubes.

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