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Amando de Miguel

El Estado de las baronías

Me atrevo a suscribir lo que tantos otean, que fenece la transición democrática con su invento de la España de las autonomías.

En los amenes del franquismo se me ocurrió publicar mi impresión de que en realidad nos encontrábamos ya en el postfranquismo. Mi razonamiento era que entonces las personas interesadas por la política se planteaban cómo organizar la transición democrática que se nos venía encima. Ni siquiera había que esperar al "día de la gran orfandad", como se decía con ironía en las cenas del diario Madrid. Lo mío fue un tiro por elevación.

Me llamó Fraga Iribarne a su despacho mussoliniano para abroncarme. Después de algunas apelaciones a su autoridad moral sobre mí (había sido yo su ayudante en la cátedra, sin sueldo), me espetó tonante:

−De Miguel, le prohíbo a usted escribir.

−Perdone, don Manuel, me podrá usted prohibir publicar, pero no escribir.

−Eso es una falta de respeto, y usted lo sabe. Coja ahora mismo esa puerta y márchese.

Me marché y no hubo nada. Mi escasa imaginación me impidió anticipar entonces que don Manuel Fraga Iribarne iba a ser uno de los principales adalides de la Transición. Él dirigió los trabajos de la Constitución de 1978.

Pues bien, ahora me atrevo a suscribir lo que tantos otean, que fenece la transición democrática con su invento de la España de las autonomías. Se cumple el ciclo de 40 años, los mismos que duró el franquismo o el sistema de turno pacífico de la Restauración de Cánovas.

Ahora sabemos que, aparte de sus méritos, la Transición democrática tuvo que conceder ciertos privilegios a los nacionalistas vascos y catalanes, preteridos que fueron por el franquismo. Resulto así que, a partir de 1979, en el Congreso de los Diputados se reservó un espacio decisivo a los minúsculos partidos nacionalistas, vasco y catalán. Con ello se incumplía una de las condiciones de la democracia: que todos los partidos intentaran representar al conjunto del pueblo español, naturalmente, cada uno con su ideología. No fue solo una presencia simbólica. Durante toda la Transición los nacionalistas vascos y catalanes han sido los colaboradores necesarios de los Gobiernos de España, los de derechas y los de izquierdas. Tanto es así que el actual presidente del Gobierno no lo es por el resultado de las urnas sino por la decisiva complicidad de los partidos nacionalistas, ahora ya secesionistas, más la ralea populista.

La tarea primordial del régimen que sucede a la Transición debería ser imponer el principio de que todos los partidos en las Cortes fueran nacionales, no regionales. Pero la realidad es la contraria. Lo que se ha instalado en España (ahora se dice "Estado") es un sistema de partidos (ahora se dice "formaciones") dominados por los barones regionales (ahora se dice "territoriales"). A su vez la España de las autonomías es ahora el Estado de las baronías, pues cada región campa por sus respetos. Lo cual significa que no hay Constitución que pueda resistir tamaño desatino. La salida más probable de este laberinto es la menos deseable: la maldita guerra civil. Los psicólogos nos dicen que, cuando una escasa probabilidad es contraria a las intensas expectativas se produce una grave frustración, la cual conduce a la violencia. Claro que siempre nos quedará el fútbol.

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