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Amando de Miguel

El oscuro afán de mando

No hace falta llegar al Gobierno de lo que sea para satisfacer enteramente el afán de mando; basta con instalarse en la oposición.

Es una intuición certera la de que, por muchas variaciones individuales que se observen (incluso entre familiares), hay ciertos rasgos psicológicos comunes que nos definen como humanos. No hace falta documentarse mucho en la literatura psicológica, por otra parte, más bien ininteligible para el profano. Basta con aplicar la experiencia personal, tras algunos años de observación, para comprobar lo que digo.

Podríamos hablar de impulsos básicos de cualquier persona para percatarnos de ciertas constantes que a todos nos unen o nos separan. La diferencia está en que unos individuos, por razones genéticas o biográficas, manifiestan más o menos ciertos rasgos de la personalidad. Hurgando un poco en la memoria y el raciocinio, aíslo estos cuatro impulsos básicos: 1) Impulso de afiliación o pertenencia a distintos grupos, no solo al más inmediato de la familia; 2) necesidad de afecto, de índole sexual o de otros órdenes; 3) exigencia de atención por parte de los que le rodean a uno. Destaca mucho en los niños, pero los adultos también suelen reclamar ese deseo; 4) afán de mando. Equivale al goce que supone influir directamente en la conducta ajena de forma legítima.

Una persona sana suele desplegar los cuatro impulsos básicos de la personalidad en proporciones razonables. Cuando se exagera uno u otro, aparecen caracteres enfermizos.

Me tienta echar mi cuarto a espadas sobre el afán de mando (los psicólogos dicen need for power), por lo fundamental que es en la vida colectiva española. Lo más curioso es que, así como la gente reconoce perfectamente los otros impulsos, este del afán de mando se oculta cuidadosamente. Da cierta vergüenza exhibirlo y por ello se disfraza de sus contrarios: el deseo de servir a los demás, de solidaridad, de altruismo, entre otras aparentes virtudes.

El análisis electoral trata de interpretar la conducta de los votantes como respuesta al estímulo que supone el estilo de los políticos, sus propuestas, su retórica. La operación no resulta muy completa si no se introduce el factor del afán de mando de los políticos. En algunos es tan desmesurado que casi anula todo lo demás. Pongamos el caso de la resistencia a formar bloques, frentes o coaliciones entre distintos partidos próximos para beneficiarse de las ventajas que concede la ley electoral. La explicación está precisamente en que puede más el afán de mando que la consideración más pragmática o racional. Es decir, los políticos resistentes a esa posibilidad de coaligarse en unas elecciones prefieren ser cabeza de ratón que cola de león. Por tanto, en este punto no es verdad el sentido de vocación pública, del que tanto suelen alardear. Les puede el afán de mando y, a veces también, la exigencia de atención por parte de los demás. De ahí que parezca tan pueril a veces la conducta de algunos políticos.

La mejor demostración de lo que digo es que, si no pesara tanto el afán de mando en la personalidad de muchos políticos, el hemiciclo parlamentario no contendría más que dos o tres partidos. Cuantos más haya, más desarrollado está el afán de mando hasta extremos patológicos. Es más, no hace falta llegar al Gobierno de lo que sea para satisfacer enteramente el afán de mando; basta con instalarse en la oposición. ¡Dichosa política, que tantos bienes reparte!

¿Cómo se determina si un político desarrolla un afán de mando en grado desmesurado o patológico? Hay varias vías indiciarias. Una es que sacrifique su vida personal, sus afectos, a la frenética actividad de reuniones, mítines y declaraciones. Lo cual se hace con la constante queja de que andan necesitados de más vida familiar. Otra, y más importante, es que dedique un gran esfuerzo a hacer favores a sus amigos, afines y correligionarios, naturalmente con el dinero público. De ahí que la malhadada corrupción política sea una consecuencia inevitable del trabajo de los altos cargos.

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