Los españoles tenemos la suerte de pertenecer a una nación cargada de estupendas hazañas históricas (y, también, de ominosas derrotas). Hoy, la situación es, profundamente, tediosa. Lo que pasa es que la España actual se resiste a ser entendida, de tan contradictoria como resulta.
Nuestro amado Presidente de Gobierno nos ha obsequiado con una notable pirueta de política internacional. Escribió una misteriosa carta al Rey de Marruecos, poniéndose a su disposición, como si fuera un buen vasallo, en el asunto del Sahara Occidental, la antigua colonia española de Río de Oro. El homenaje de pleitesía se rubricó en una cena del señor Sánchez con el sátrapa marroquí en Rabat. Casualmente, a nuestro amado Presidente le sentaron debajo de la bandera española, con el escudo del jefe del Estado, mirando hacia abajo. Fue una sutilísima afrenta.
Ciertamente, el doctor Sánchez es un saltimbanqui de la política, pero, en este caso, su disposición de vasallaje no puede ser más prepóstera e ignominiosa. Ha logrado decepcionar a, casi, todo el mundo: al resto de los partidos políticos españoles, al Gobierno argelino, a los saharauis en el exilio. No es, solo, que se exhiba la falta de colaboración de España para cumplir la obligación internacional de la descolonización del Sahara Occidental. Lo más grave es que, con la estrambótica rendición a las posiciones expansionistas de Marruecos, queda en el aire la intención de invadir Ceuta y Melilla. Es más, el Gobierno marroquí sigue teniendo como prioritaria la política del espacio vital (Lebensraum, según el término nazi). Según la cual, Marruecos no abandona su pretensión de anexionarse las Canarias y sus correspondientes agudas territoriales. No habría que descartar el viejo sueño de los herederos de los almorávides (los eremitas del desierto) para reconquistar Al Ándalus, es decir, la mitad de España y Portugal.
Marruecos cuenta con una ventaja para sus pretensiones irredentistas: recibiría el apoyo de los Estados Unidos de América. No sería una invasión al estilo de la de Ucrania por Rusia. Aquí, cuenta más la sutileza de la morisma. Es decir, sería, más bien, una especie de marcha verde, como la que se produjo en 1975 con la invasión del Sahara Occidental. De momento, la ha probado con el ensayo de la invasión pacífica de cayucos en las Canarias. Se acumulan los reiterados asaltos a las vallas fronterizas de Ceuta y Melilla por parte de los subsaharianos asentados en Marruecos. Lo de la hipotética reconquista de Al Ándalus carece de una frontera definida. Se trata de un territorio histórico con una raya fluctuante. Pero, esa hipotética realidad se sabe aprovechar bien. Una ilustración actual. En las actividades profesionales de la Sociedad Internacional de Cristalografía, un catedrático de la disciplina en la Universidad de Granada, Jorge A. R. Navarro, se permite definirse como asentado en Al Ándalus. Que yo sepa, nadie ha protestado por tal disparate, pues se trata de un país que no es miembro de las Naciones Unidas. El percance me recuerda que algunos científicos y artistas de Cataluña, al referirse a sus actividades profesionales, les ponen la etiqueta de Ibéricas. Además, no incluyen a Portugal. La cuestión es no tener que escribir o pronunciar el maldito topónimo de España. Ya es triste que un gran número de españoles actuales no se sientan, precisamente, eso, españoles.
Lo más grave y general es que, para muchos políticos de las izquierdas españolas, el nombre de España, se sustituye, ladinamente, por el Estado. La pregunta es inquietante: ¿qué se puede esperar de una de las naciones con mayor solera en el mundo, cuando llega a perder su identidad? Pues, una suerte de esquizofrenia colectiva. Con ese trasfondo, se comprenderá la extravagancia del acto de vasallaje simbólico de nuestro amado Presidente ante el sátrapa de Marruecos.