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Amando de Miguel

La fatídica contraseña

Lo mejor es que manejemos el número mínimo de archiperres informáticos que necesitan una contraseña.

Como tantas otras, la contraseña es una institución de la vida civil con un origen militar. Los ejércitos de toda la vida necesitaban arbitrar un santo y seña para distinguir las huestes propias de las enemigas. Venían a ser estas consignas el equivalente verbal de otros símbolos de distinción: uniformes, insignias, gallardetes, banderas. A través de tales símbolos, los ejércitos lograban el necesario sentido de unidad para sus respectivos combatientes.

En la era contemporánea, el sistema militar del santo y seña (password en inglés) pasó en seguida al mundo de las empresas, más que nada para distinguirse de la competencia. Así, hemos llegado hoy, con la procelosa floresta informática, a la contraseña para abrir y utilizar toda suerte de artefactos electrónicos comunes. Teóricamente, el artilugio de la contraseña es para proteger la intimidad del usuario de tales cachivaches, aunque solo sean las tarjetas bancarias o similares. De un modo latente, esa clave cumple la función de resaltar la personalidad de uno mismo. La verdad es que se trata de un artilugio un tanto infantil, pero no es el único rasgo de la puerilización de la vida toda.

Lo que ocurre es que también a todo esto le ha llegado la etapa de la confusión, del desbarajuste. Son tantas las contraseñas que se nos exigen para cualquier operación informática doméstica que no es fácil recordar tales cifras secretas. (Cifra en árabe significa ‘cero’, el número mágico que equivale a la ausencia de cualquier otro dígito). Las comunicaciones cifradas se desarrollaron con la telegrafía y ahora con todo tipo de información telemática. No se ha descubierto la clave o cifra absolutamente secreta que no pueda ser adivinada por un experto manipulador con tiempo y medios por delante.

Disponemos de varios sistemas para no confundirse con el repertorio de contraseñas informáticas, todas imprescindibles en la vida cotidiana.

1) Utilizar siempre la misma, sea cual fuere el aparato o servicio al que accedamos. Por ejemplo, la fecha de nacimiento (día, mes y año de forma sintética). El inconveniente de un recurso tan sencillo es que, si algún malintencionado lo detecta, estamos perdidos. No resulta difícil averiguar ese dato que creemos tan personal.

2) Disponer de un repertorio variable de contraseñas para según qué ocasiones. La dificultad es ahora el olvido de la combinación de dígitos en cada circunstancia. Por tanto, no queda más remedio que apuntar las diversas contraseñas en una agenda manual o electrónica. El riesgo es que nos roben ese recordatorio o simplemente que se extravíe. En cuyo caso estamos todavía más perdidos.

La cosa se complica cuando nos comunican de alguna institución que debemos cambiar la contraseña por motivos de seguridad. No es un capricho. Los bancos y otras entidades deciden inutilizar aleatoriamente nuestras contraseñas con el fin de evitar los eventuales allanamientos de nuestras informaciones. El remedio es peor que la enfermedad. Con tales inocentes cambios, el resultado es que ahora sí que nos encontramos confundidos.

Cabe el recurso hipotético de que se lograra introducir la contraseña específica de cada caso en una especie de chip alojado en nuestro cerebro. Todo llegará. En el entretanto, lo mejor es que manejemos el número mínimo de archiperres informáticos que necesitan una contraseña, la de nuestro ejército particular.

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