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Amando de Miguel

La maldición de las contraseñas

Se multiplican las alarmas de todo tipo, temerosos como vivimos de preservar nuestro círculo íntimo.

Se multiplican las alarmas de todo tipo, temerosos como vivimos de preservar nuestro círculo íntimo.
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La digitalización de la economía y de los hogares no es solo un progreso; contiene algunos riesgos. La enorme extensión de las comunicaciones internéticas nos conduce a un inquietante temor de que los fisgones puedan meterse, como Pedro por su casa, en nuestros aparatos electrónicos de comunicación. Es evidente el perjuicio económico o, simplemente, la invasión de la intimidad que eso podría suponer.

Se multiplican las alarmas de todo tipo, temerosos como vivimos de preservar nuestro círculo íntimo. Tal y como están las cosas, es posible que llegue a crearse una policía especial para los delitos de intromisión informática o digital.

De momento, la defensa inmediata es la de que el acceso a los cachivaches de comunicación electrónica de todo tipo requiere el uso de una contraseña secreta, que solo debe conocer el usuario. El dispositivo parece razonable, como lo es, por ejemplo, para utilizar el cajero automático del banco. La dificultad se presenta cuando se tienen que recordar múltiples claves para las distintas ocasiones. Cabe que sea siempre la misma, por lo que sería de muy fácil recuerdo. Pero, en ese supuesto, el riesgo sería muy grande si algún intruso lograra introducirse en nuestros dispositivos electrónicos. Además, cada organización determina que la contraseña, para referirse a ella, se componga de un número variable de dígitos, letras o números. El galimatías está hecho.

Por tanto, no hay más remedio que disponer de un repertorio de contraseñas para las varias circunstancias, y con el fin de irlas variando para mayor seguridad. Con lo cual llegamos a la necesidad de llevar una libreta (code book) con todos los apuntes y variaciones de esos códigos secretos. Empero, tal instrumento deberá ser guardado, cautelosamente, o introducido en la memoria de algún archiperre electrónico (teléfono, tableta, ordenador, etc.). Lo cual exigirá, a su vez, un nuevo santo y seña para acceder a él.

El proceso no tiene fin. Es un rizo que se alimenta a sí mismo con creciente y preocupante complejidad. Habrá que diseñar algún sistema mnemotécnico para que se pueda recordar el número de contraseñas que debemos utilizar para ir seguros por la vida. Ya habíamos logrado memorizar el número del DNI, pero eso solo era el comienzo.

Aporto un suceso mínimo de estos días, que me trae a mal traer. Hasta hace un año, la poderosa compañía del agua (Canal de Isabel II) me enviaba por correo clásico la factura mensual del consumo. Hace unos meses decidió que, para ahorrar papel y sellos, la factura llegaría, directamente, al ordenador. Fue una indudable mejora. Pero la última novedad de ahora mismo es que, para leer e imprimir esa factura virtual, necesito aportar una nueva contraseña personal. Ignoro cuál pueda ser, de las muchas que guardo en mi libro de claves. Habrá que diseñar una nueva. ¿Podría servir la fórmula de Einstein o la del teorema de Pitágoras? Seguro que alguien las ha pensado y, por tanto, llego tarde.

El problema es que la moda de la digitalización hace que ese mismo sistema lo adopten otras varias organizaciones con las que me relaciono. Espero que no cunda el ejemplo para los mensajes que nos enviamos entre los amigos; sería una tragedia. Desde luego, para abrir el ordenador todos los días debo adelantar la contraseña de marras. Me encuentro ante una creciente confusión. Encima, con los años y superada la edad de la esperanza de vida media, se va perdiendo la memoria de las pequeñas cosas cercanas. Ni siquiera recuerdo, a veces, dónde he puesto la libreta con las distintas contraseñas, a cuál más enrevesada. No me aconsejan que utilice, para la composición de las nuevas, la fecha de mi nacimiento o cualquier otro elemento biográfico o de mi entorno. Por ejemplo, la matrícula del coche, la calle y el número donde vivo, etc. Todo eso sería fácilmente detectable por el hipotético entrometido, a quien debo suponer muy inteligente y a la espera de cualquier despiste mío. Así que no sé qué hacer para evitar esta paranoia. Puede que algún lector de mis cuitas más experimentado que yo me proporcione alguna pista para salir del atolladero.

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