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Amando de Miguel

La rebelión de las aulas

Las autoridades educativas razonan con fatalismo: “Hay que convivir con el virus”. ¿Hasta la inmolación?

No me refiero a la estupenda película, que así se tradujo en castellano, con Sidney Poitier. Es una frase hecha, que ahora adquiere un nuevo significado. Ya no nos amenaza la recurrente "protesta estudiantil" por motivos de disidencia política. Ahora todo es más gravoso: la frustración generalizada de los alumnos de todos los grados, los profesores y hasta los padres de los menores escolarizados. El motivo es que la epidemia del virus chino ha desbaratado la intención de las autoridades del ramo para reanudar el curso escolar cuando corresponde según la tradición. Ya es tozudez abrir los centros de enseñanza, precisamente ahora, cuando se percibe un alza sistemática en el número de contagios de la maldita epidemia. No parece coherente que se proscriban las reuniones de más de diez personas por razones de ocio y se impulsan las multitudes que supone el funcionamiento regular de escuelas, colegios y universidades. Después del turismo y la hostelería, la enseñanza es el sector que mueve más personas y recursos en España.

Las autoridades educativas razonan con fatalismo: "Hay que convivir con el virus". ¿Hasta la inmolación? Asusta que se pueda declarar, enfáticamente, que "donde están más seguros los niños es en los colegios". Una estupidez de tal calibre se explica porque se alude, subrepticiamente, a la función primordial de la escolarización en la edad obligatoria: tener estabulados a los niños. Es decir, las escuelas de la enseñanza primaria son, fundamentalmente, guarderías. Se trata de que los niños no den guerra a los padres, para que estos puedan salir, tranquilamente, a sus ocupaciones. Es una forma de facilitar la pretendida "conciliación" entre hogar y trabajo. En cuyo caso parece muy secundarios el objetivo de educar a los escolantes en la edad obligatoria.

El conflicto es peliagudo. No se aplaca con la decisión de empezar el curso en las fechas convenidas, aun con todas las cautelas organizativas que se están desplegando. La más costosa debe de ser la inmediata contratación de miles de profesores y la reorganización arquitectónica de miles de centros. No hay dinero para ello, sobre todo si se piensa que no se han aprobado unos presupuestos del Estado acordes con la situación epidémica. El monto (el rector de la Complutense dice "montante") del dinero público, que se precisa para satisfacer todos esos gastos extraordinarios, por mor de la epidemia, no aparece por ninguna parte. Al final, ya se sabe, se generalizarán las trampas y chapuzas de siempre.

De poco sirven las innovaciones léxicas para mitigar los inconvenientes de la apertura del nuevo curso académico, en medio de una epidemia rampante. El vicepresidente de la comunidad de Madrid afirma, enfáticamente, que "la situación es de alerta, pero no de alarma". La ministra del ramo nos advierte de "un exceso de alarma", al tiempo que habla con desparpajo de la "presenciabilidad" o de la enseñanza "semipresencial". Por palabras sesquipedálicas que no quede.

El problema no es solo cómo se van a pagar las cuentas del Gran Capitán. La cuestión moral es qué hacer si una parte de los alumnos o sus padres, los profesores o el personal no docente, se niega a secundar con diligencia la apertura del curso. No se hable de absentismo escolar, de abandono de los puestos de trabajo o de estudio, ya que se puede aducir el argumento decisivo de la defensa propia de la salud. No es una discusión teórica, sino práctica y cotidiana, que afecta a millones de españoles. Y eso que todavía no asomado la patita el virus de la tercera ola, la del otoño. Encima, vendrá acompañada de la gripe.


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