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Amando de Miguel

La violencia como espectáculo

En muchas situaciones, el agresor trata de justificar sus fechorías al razonar que ha sido la víctima la que ha provocado la situación.

Casi todos los casos de violencia física, sean de naturaleza privada o política, se pueden reducir a este esquema: a) agresor, b) víctima directa, c) espectadores. Hoy, son raros los episodios violentos que se mantienen en secreto, sin público, aunque solo sea en la posterior reconstrucción jurídica o literaria de los hechos.

En tiempos pasados, el pueblo llano asistía al espectáculo de las ejecuciones de los criminales más notorios. Actualmente sin pena de muerte, la televisión es la simbólica plaza pública, donde se representa el continuo espectáculo de los crímenes más sonados. Dos ejemplos famosos, por serlo en directo,  fueron el golpe de Estado del coronel Tejero, en la España de 1981, y la destrucción de las Torres Gemelas, en Nueva York, en 2001. Se considera que tales representaciones pueden funcionar como una válvula de escape de muchas tensiones. También sirven como una satisfacción vicaria, por lo menos, para que los hechos violentos no vuelvan a repetirse.

La fascinación popular por los sucesos violentos se vehicula no solo por la televisión, sino por otros medios de comunicación, por las novelas y películas. Quién sabe si no habría que añadir las redes sociales.

En muchas situaciones de violencia extrema, sobre todo las de naturaleza política, el agresor trata de justificar sus fechorías al razonar que ha sido la víctima la que ha provocado la situación. En el fondo, hay un deseo encubierto de que la víctima se lo merecía. No es un mecanismo mental tan extravagante como parece. En la vida corriente lo manejamos todos cuando rechazamos a otra persona, aunque sea por una razón minúscula.

En principio, parecería que los ejecutores de los actos de violencia extrema deberían tratar de ocultar sus vilezas. Sin embargo, más bien tienden a representarlas de forma dramatúrgica e interesada. El caso más expresivo es el de los terroristas, que reivindican sus acciones como actos de justicia, de compensación por previos atropellos a la dignidad de su etnia reprimida. Todo el mundo recuerda la fantasmagórica escena de los terroristas vascos encapuchados detrás de una mesa y delante de una cámara de televisión. Se proponían reivindicar alguna matanza previa. Trataban de llevar a la opinión el argumento de que ellos eran héroes o, por lo menos, vengadores de la opresión de su pueblo.

Queda por explicar el papel y los motivos de los espectadores de los crímenes, ahora a través de los medios de comunicación. Podría parecer una nueva atracción morbosa, derivada de una sociedad decadente o degenerada. Sin embargo, la historia entera de la literatura (incluidos los cuentos infantiles) manifiesta esa misma constante de fascinación por los relatos criminales.

El efecto de un público que sigue atento a los actos delictivos puede verse de manera simbólica en el fútbol y otros espectáculos deportivos. Se trata, claro está, de una violencia vicaria, en la que se recurre a la metáfora de derrotar o machacar al contrincante. Un caso parecido de sublimación de la violencia es la fiesta de los toros (nunca se dirá “de los toreros”), en la que se exalta, simbólicamente, dar muerte al animal. En el espectáculo taurino, el público es tan esencial que, advenida la pandemia, sin espectadores, el rito desaparece.

Se podría suponer que el espectáculo de la política parlamentaria es otra forma, aún más sutil, de violencia simbólica. En efecto, el lenguaje de los debates, las campañas electorales, los mítines, alude a una manifestación de violencia figurada. En ocasiones, los líderes de un partido reciben algunas agresiones de otro. Los agresores proclaman, entonces, que el primero les había provocado por hacer un mitin en su territorio. 

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