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Amando de Miguel

Los problemas insolubles

La Historia se repite, a veces con machacona tozudez.

Tanto en las matemáticas como en la vida social, se nos presentan problemas que parecen de difícil resolución, hasta el punto de convertirse en indescifrables, sin posible salida. Lo que ocurre es que el mismo planteamiento de una cuestión enrevesada la hace estimulante. En el léxico actual, el adjetivo difícil, para los asuntos humanos, se ve sustituido por complicado, que parece más presentable. Pero la verdad es que, en la vida colectiva, sigue habiendo materias intrincadas, de difícil solución, aunque puedan parecer sencillas. Qué ardua es una decisión política que pueda contentar a los distintos intereses en juego.

La ingenua confianza de que todos los laberintos tienen alguna salida lleva a pensar que los países dibujan una trayectoria rectilínea y ascendente, por lo que respecta al progreso en diversos órdenes. Hay que ser algo más realistas. Hace un siglo, por ejemplo, Argentina o Líbano fueron exponentes de naciones que avanzaban en su desarrollo económico y político por encima de los vecinos, incluso del mundo entero. Nadie podría sostener hoy un diagnóstico tan optimista. Argentina o Líbano son hoy ostentosos fracasos en casi todos los sentidos, aunque sigan produciendo individualidades preclaras. Nos podríamos preguntar si la España actual podría acercarse al modelo argentino o libanés, a pesar del fabuloso desarrollo en muchos órdenes durante las dos últimas generaciones. No es menor el hecho de que haya conseguido la transición, realmente pacífica (con la excepción del terrorismo vasco), desde un régimen autoritario a otro democrático.

Sin embargo, últimamente, en el terreno político se ha llegado en España a una suerte de empantanamiento. La prueba es que no es posible formar un Gobierno estable (adiós a las mayorías absolutas en las Cortes) sin que los partidos coadyuvantes tengan que renegar un tanto de sus esencias. Naturalmente, las cosas pueden cambiar, sobre todo después de la actual hecatombe económica, todavía en sus comienzos, pero se ve venir con la fatalidad de un alud o una estampida. Al igual que lo sucedido en otros momentos del pasado (República, Restauración), el Gobierno es incapaz de vislumbrar los efectos de lo que, piadosamente, se llama “la crisis”. La Historia se repite, a veces con machacona tozudez. La República fracasó con su reforma agraria por la ocupación descontrolada de tierras en las zonas de latifundio. Con un tono menos espectacular, la democracia actual se ve desasistida ante la okupación de viviendas en ciertas zonas urbanas. No es el único problema insoluble que se presenta en el panorama político y económico.

De mayor trascendencia es el desempleo endémico; no afecta solo a los asalariados (ahora “trabajadores por cuenta ajena”), sino, de manera menos ostentosa, a los autónomos, que son legión. No se supera con la prédica del “Estado de Bienestar”, una mala traducción del inglés, que nadie sabe decir lo que, realmente, significa.

Otra cuestión no resuelta es lo que se llama el “conflicto vasco” o el “conflicto catalán”. Llevan más de un siglo dando la murga a los españoles. Siguen sin resolverse, e incluso se han enconado todavía más con la retórica del “Estado de las Autonomías”. Áteme usted esa mosca por el rabo. Lo más chocante es que los secesionistas vascos o catalanes son los aliados naturales del Gobierno socialista-comunista.

Más sustantivo y general es el fermento de una mentalidad enemiga de la ética del esfuerzo en todos los órdenes, quizá con la excepción del deportivo. Es lo que explica muchos otros males de la patria: la atonía de la productividad económica, la decadencia del sistema educativo, hasta la debilísima natalidad. Son problemas colectivos tan acuciantes que ni siquiera parecen conmover a los que mandan. Solo se les ocurre una fatídica solución: subir los impuestos. No la llamarán así, sino “reajuste fiscal” u otras zarandajas parecidas.

En España

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