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Antonio Robles

Suicidio y derecho a la muerte

Las personas han de tener derecho a disponer de su vida, también de quitársela. Siempre que no dañen a los demás.

Esta mañana hemos despertado con la especulación de la muerte de Blanca Fernández Ochoa por suicidio. Si la búsqueda ya alcanzó cuotas innecesarias de morbo, la autopsia nos aclarará definitivamente el desenlace. Espero que ahí se cierre el morbo y se abra una oportunidad al debate social sobre el tabú del suicidio. La sociedad necesita abordarlo sin la presión del dogma religioso, y sin el estigma de la vergüenza social. Ni el que elige su destino debe ser estigmatizado, ni quien soporta el dolor de esa elección abrumado por la culpa sin tenerla debe soportar una sospecha social añadida.

El problema no es anecdótico, en España se suicidan cada año alrededor de 4.000 personas. Son más que las muertes en accidentes de tráfico. Y van en aumento. Pero seguimos ocultándolo. Las propias estadísticas son estimativas a la baja, porque muchos suicidios se enmascaran en accidentes de tráfico, caídas al vacío o incluso falsificaciones de la causa real en el Registro.

Como en todo tabú, la primera víctima es la verdad, y la segunda la oportunidad de adelantarnos a las causas para ayudar a superar el trauma de no querer vivir. Esas son las consecuencias de no enfrentarlo, o de ocultar su presencia.

Fruto de esa necesidad, hoy sabemos que el suicidio no es una frivolidad, nadie se suicida porque no quiere vivir, sino porque no soporta el sufrimiento de vivir. Las causas son múltiples, pero no inabarcables. Según los expertos, la mayoría de los suicidios tiene su causa en trastornos psicológicos y biológicos, pero hay infinitos desencadenantes que la refuerzan, cuya naturaleza son la consecuencia de vivir a la intemperie, expuesto a desencantos, dificultades, frustraciones, falsas expectativas, enfermedad, dolor, etc. Quien pasa por ese trance se aísla, vive ese drama solo, con la desesperación de no encontrar sentido a nada. Llegado a ese punto, solo los demás pueden ayudar; pero ese es el problema, no quieren ayuda, sólo desaparecer.

Es muy duro para un familiar que la doctrina oficial de la Iglesia nos recuerde en esos trances que la vida no nos pertenece. Sólo Dios –sostiene– puede disponer de ella. Cuando más comprensión necesitan, vende culpa. Y si la vida no es nuestra –lo único real que nos pertenece–, ¿qué nos espera de una vida extraña a nosotros mismos?

Nada de lo humano nos es ajeno. Enseñar a soportar las inclemencias del alma, sobre todo en la adolescencia, es tarea de todos, empezando por la familia y la escuela.

Educar en el esfuerzo, la voluntad, el encaje del sufrimiento, y en todo aquello que nos ayude a no crearnos falsas expectativas, nos hace más fuertes, nos educa en la responsabilidad, y cuando venga el invierno tendremos una capa de grasa psíquica que nos ayude a pasarlo. El aumento de los intentos de suicidio entre los jóvenes tiene mucho que ver con una sociedad sobreprotectora que los ha convertido en discapacitados psíquicos ante la más mínima frustración.

Lo peor de cualquier suicidio es la maldición que deja detrás. Sobre todo para los padres cuando el que se va es joven. No hay peor destino para los padres, que sus hijos mueran antes que ellos; pero si la causa es el suicidio, el sentido de culpa, la incertidumbre de no haber hecho lo correcto, de si no supieron ver a tiempo la tragedia y así poder evitarla… ese infierno es terrible. Salir de él es posible a través de la Asociación para la Investigación, Prevención e Intervención del Suicidio (Aipis). O al menos para aprender a soportar el resto.

Dicho esto, y en última instancia, las personas han de tener derecho a disponer de su vida, también de quitársela. Siempre que no dañen a los demás. Ni Dios ni una falsa solidaridad pueden obligarles a vivir un sufrimiento insoportable. Lo comprobamos con nitidez en el alargamiento médico de la vida. Cuando la vida no es vida, el derecho a una muerte digna es la salida más humana, aunque contradiga las leyes de Dios, y la de los hombres.

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