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Carmelo Jordá

El Ecce Homo, Gordillo y las buenas intenciones

Lo peor no es que el fanático ocupe y el atrevido destroce; lo peor es que los demás miramos sus desaguisados, artísticos o morales, y nos limitamos a sonreír condescendientemente, porque aquí nadie tiene culpa de nada...

De todas las noticias grotescas del verano, la fallida restauración de Ecce Homo de Borja es, probablemente, la más notable. Las televisiones, los periódicos, las redes sociales se hacen eco del impresionante resultado artístico y de la rocambolesca historia de la restauradora aficionada, que parece ocultar todo un drama humano.

En el terreno de lo chusco, se está comentando mucho el parecido entre el nuevo Cristo y Paquirrín, y yo creo que ya están tardando en aportar explicaciones los expertos en las Caras de Bélmez, con Iker Jiménez a la cabeza.

A mí, sin embargo, me interesa más algo a lo que no se está prestando demasiada atención, algo que se está comentando mucho pero siempre de pasada: las buenas intenciones. La restauradora aficionada ha masacrado la obra, sí, pero, como todo el mundo insiste, "lo ha hecho con buena intención".

A partir de ahí, ¿qué le vamos a decir a la pobre mujer? Las buenas intenciones son, en este mundo de irresponsabilidades, el salvoconducto universal. Los resultados finales no cuentan; lo importante, sí, es la intención.

Y así nos va.

No vamos a cargar las tintas sobre la restauradora aficionada, ya he comentado que tras su historia se adivina una vida difícil, y no creo que debamos hacer que sufra más. Sobre todo cuando tenemos más ejemplos, y todavía mejores, de lo peligrosas que pueden llegar a ser las buenas intenciones: ahí está, sin ir más lejos, el mismísimo profeta del proletariado cañí, Juan Manuel Sánchez Gordillo.

Porque no les quepa la menor duda de que al diputado de IU le anima la mejor intención. Él está convencido de que los jornaleros en particular y el pueblo en general tienen derecho a coger un carro de comida, o veinte; a chapotear en la piscina del rico; a abrevar en la subvención que pagamos entre todos.

Tan buena es su intención, tan sagrado su propósito, que si pudiese instaurar su utopía totalitaria no dejaría de pasar por encima de lo que fuese –derechos, vidas, haciendas...–, y lo haría con la mejor y más fanática de las intenciones. Los iluminados son así: peligrosos sacos de deseos excelentes.

Pero lo peor no es que el fanático ocupe y el atrevido destroce; lo peor es que los demás miramos sus desaguisados, artísticos o morales, y nos limitamos a sonreír condescendientemente, porque aquí nadie tiene culpa de nada... si va con buenas intenciones.

Ahí está uno de los principales problemas de nuestra sociedad: evalúa intenciones en lugar de resultados, convence a los niños de que lo importante es el esfuerzo y no el fruto que de él se obtenga, mide el sudor que ha costado conseguir algo y no si ese algo merece realmente la pena...

Una perversa trampa del igualitarismo... tendida con la mejor intención, por supuesto.

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