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Cayetano González

Una obligación moral para con las víctimas

Las víctimas, las del 11-M y las de ETA, están ya un poco cansadas de homenajes, de rosas, de globos soltados al aire.

Acabamos de vivir un nuevo aniversario del mayor atentado terrorista que han sufrido nuestro país y Europa, el del 11 de marzo de 2004, con 192 muertos y casi 2.000 personas heridas, algunas de ellas no recuperadas del todo, ni física ni psíquicamente. Un nuevo aniversario, con sus rituales de homenaje, en la Puerta del Sol, en el Bosque del Recuerdo del Retiro, en las estaciones donde explotaron los trenes. La misma liturgia de siempre, con la presencia de políticos de uno u otro signo. Por cierto, ¿qué cosa más importante tenía que hacer el domingo por la mañana el presidente del Gobierno –o la vicepresidenta– para no estar en ninguno de esos actos de recuerdo y limitarse a poner un tuit?

Las víctimas, las del 11-M y las de ETA, están ya un poco cansadas de homenajes, de rosas, de globos soltados al aire. Exigen, demandan, desean conocer, en el caso del 11-M, toda la verdad de lo que pasó y, en el caso de los crímenes de ETA, que se resuelvan judicialmente los más de 300 asesinatos de los que aún no se sabe quiénes fueron los autores.

Hace unos días tuve la oportunidad de charlar largo y tendido con José Ignacio Ustarán, un ciudadano desconocido para la mayoría de los españoles. José Ignacio tenía trece años cuando, el 29 de setiembre de 1980, un comando de ETA político-militar llamó a la puerta de su casa, en Vitoria, en busca de su padre, miembro de la UCD de Álava. Los terroristas ataron a su madre y a sus hermanas, se llevaron a su padre y después de darle una vuelta en coche por la ciudad, le pegaron dos tiros y dejaron el cadáver en su vehículo, a la puerta de la sede que el partido de Adolfo Suarez tenía en la céntrica calle de San Prudencio de Vitoria.

Treinta y ocho años después de aquel horrible crimen, José Ignacio, su madre y sus hermanas –que se trasladaron a vivir a Sevilla al mes siguiente del atentado– siguen sin saber quiénes fueron los asesinos. Y como en el Estado –en este caso, en la judicatura– no han encontrado ni ayuda ni respuestas a sus preguntas, se están planteando iniciar una investigación por su cuenta. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Cómo un Estado puede permanecer impasible ante tan manifiesto fracaso? Pues el caso de José Ignacio Ustarán es uno de los más de 300 crímenes de ETA que están sin resolver y que de forma tan acertada denuncia la película Contra la impunidad, de ese gran director de cine y enorme persona que es Iñaki Arteta.

En el caso del 11-M, la situación es muy similar. Muchas víctimas no se quedaron para nada conformes con la sentencia del juicio. Quieren saber toda la verdad, quién estuvo detrás, quién fue lo que se ha venido en denominar el "autor intelectual" de un atentado que sin ningún género de dudas cambió el rumbo político de España. Y ante ese deseo de las víctimas del 11-M, y con ellas muchos ciudadanos, ¿qué han hecho o qué hacen los políticos, los de antes y los de ahora? Pasar página, intentar cerrar uno de los capítulos más trágicos de nuestra historia reciente. No quieren conocer la verdad ni que ésta sea conocida, por muy dura que resulte. Pero, eso sí, acuden a los homenajes y depositan flores ante los monolitos.

No es que las víctimas, las del 11-M y las de ETA, tengan el derecho, que lo tienen, a conocer toda la verdad y a los autores de los asesinatos. Es que es una obligación moral del Estado impulsar y llegar a esa verdad. Habrá que agarrarse a lo que dice mi admirado Gabriel Moris, víctima del 11-M –perdió a su hijo Juan Pablo en el atentado– al final de su magnífico artículo publicado estos días en LD: "La esperanza es lo último que debemos y podemos perder". Tienes razón Gabriel, pero cuánto cuesta a veces mantenerla, sobre todo si sólo miras de tejas abajo.

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