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Cristina Losada

Colau, la izquierda ridícula

A fin de cuentas, Rubianes hizo a su manera, que era el chiste zafio, lo mismo que hace ella a su modo de mosquita muerta activista: servir a los nacionalistas y separatistas.

A fin de cuentas, Rubianes hizo a su manera, que era el chiste zafio, lo mismo que hace ella a su modo de mosquita muerta activista: servir a los nacionalistas y separatistas.
Inmaculada Colau | EFE

El Ayuntamiento de Barcelona le ha quitado a una calle el nombre del almirante Cervera y le ha puesto el del cómico Rubianes. Es normal: de Cervera no sabían nada, mientras que de Rubianes saben muy bien que mandó a cagar a la "puta España" en un plató de TV3. Y es notorio: la alcaldesa Colau se puede sentir mucho más cerca de la hazaña de Rubianes en la tele nacionalista que de la gesta que protagonizó el almirante en la guerra de Cuba frente a la flota estadounidense. No sólo porque le resulte más próxima una gracieta grosera que una batalla naval. También por la proximidad de fondo. A fin de cuentas, Rubianes hizo a su manera, que era el chiste zafio, lo mismo que hace ella a su modo de mosquita muerta activista: servir a los nacionalistas y separatistas.

El acto revolucionario del cambio de placas, que se hizo con la solemne falta de solemnidad de la gente que va de gente plebeya, ha levantado polémica por haber dicho allí Colau que don Pascual Cervera y Topete era un "facha". Como el fascismo aún no se había inventado en la época en que vivió el almirante, se le reprocha a la alcaldesa su falta de conocimientos y cultura, olvidándose que el término facha ya no tiene en España una relación con su significado político original. Facha es cualquiera que alguien dice que es "facha". Para Colau, que debe de saber del Ejército español del XIX lo mismo que de física nuclear, un militar español tiene que ser facha por definición. Vayan a decirle que era un liberal, que venía a ser la izquierda de entonces, que le resbalará. Lo suyo es la brocha gorda.

A mí, sin embargo, lo que me dejó pasmada es que Colau se marcara un discursito sobre los artistas y dijera que "la gente que decide ser artista demuestra que se pueden hacer cosas bonitas, que se puede hacer reír, que el mundo puede ser un lugar mucho mejor". ¿Cosas bonitas? ¿Hacer reír? ¿Un mundo mucho mejor? Todo eso suena a fiesta en el jardín de infancia con payasos, pero sería ofensivo para los niños decir que es algo pueril. Pueril, no. Es simplemente espantoso. Espantoso en lo que revela de ignorancia sobre el arte y los artistas, por el vacío cultural que muestra. No porque dejara inacabados sus estudios de Filosofía, cosa que en el acto maquilló diciendo que tanto ella como Rubianes la estudiaron "y teníamos claro que no íbamos a ser filósofos". No es por no terminar: es por no empezar.

La peculiaridad de esta gente de la izquierda reciente no es que llame facha –o criminal– a todo el mundo. Es que combina el insulto más bestia con la cursilería más ridícula. Es que pasa del matonismo a la ñoñez en cuanto se pone a formular su visión de la sociedad y del mundo. Es que cuando se suelta dice que los artistas quieren hacer "cosas bonitas". Es que cuando se siente emocionada canta "La Estaca" cogidita de la mano. Es que llora como madalenas (así lo escribió una vez Iglesias Turrión) cuando se manifiesta por la libertad de los cabecillas del golpe separatista en prisión provisional. Porque lo ridículo no quita lo servil. De ahí la servil ridiculez de quitar el nombre del almirante Cervera de una calle para ponérsela a quien dijo "puta España" para regocijo de quienes no admiten ni groserías ni bromas con Catalunya. En política, el servilismo une mucho.

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