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Cristina Losada

La pasión política como amenaza

La primera y nefasta consecuencia de su relativo éxito es el desplazamiento del debate político lejos de la conversación, lejos de la razón.

En sus memorias, Sea breve, por favor, Vaclav Havel da cuenta de una visita a Washington, en abril de 2005, y escribe sobre la gran diferencia que percibe entre Estados Unidos y la República Checa a la hora de hablar de política. "En Estados Unidos les encanta hablar de ella, mientras que en nuestro país sólo la critican", anota el ex presidente checo. Y después de poner sobre el papel algunas de sus impresiones, concluye:

Tal vez estas apreciaciones sean inexactas, pero debo decir que provocan en mí la sensación de que el Washington político lo forman sobre todo personas que llevan corbata todo el día, que por la mañana trabajan en política, luego tienen un almuerzo político, siguen trabajando en la política por la noche y van del trabajo directamente a una cena política. Siempre se les ve contentos, tranquilos, elegantes y encantadores (…) ¿Por qué nosotros estamos eternamente contritos e irascibles? ¿Por qué siempre criticamos en lugar de trabajar como es debido?

Havel falleció en 2011. No ha podido ver cómo ha cambiado el tono del debate político en Estados Unidos. En concreto, cómo lo ha cambiado Donald Trump, que representa la antítesis de aquella manera tranquila y constructiva de hablar de política que tanto le sorprendió, por contraste, hace una década. Seguramente, Havel no detectó las tendencias antipolíticas que fraguaban en los Estados Unidos, y de las que Trump es su expresión más acabada, ni tampoco pudo anticipar, naturalmente, la aparición de figuras análogas en Europa.

Porque Trump es sólo uno más del elenco de predicadores que capitalizan la indignación a uno y otro lado del Atlántico, en democracias que parecían vacunadas contra la exacerbación de las pasiones políticas. Trump es, en realidad, un indignado. Uno con rasgos peculiares, sin duda, pero no tan diferente del resto de dirigentes airados que surgen del sustrato de incertidumbre, descontento y quejas legítimas que deja la gran crisis económica de 2008.

Más que una ideología o una alternativa coherente de propuestas, lo que ofrecen todos ellos son soluciones tajantes, definitivas y casualmente fáciles, fuerte protección a los que designen como perdedores de la crisis, castigo de los culpables o destrucción de los enemigos, y una política, por así decir, de puñetazos en la mesa. Son como ese tipo de la caricatura que en la barra del bar dice: "Esto lo solucionaba yo si me dieran carta blanca". Pero dispuestos a hacerlo de verdad.

Frente al lenguaje acartonado tan común en la política, frente al lenguaje complejo y reflexivo, menos habitual pero todavía existente, estos hombres y mujeres de carácter, con una aplastante seguridad en sí mismos, sin pelos en la lengua, duchos en la comunicación televisiva, brindan sentimientos y brindan pasión. Provocan el rugido de aprobación y lucha, el llanto de los que se sienten compadecidos y entendidos, la identificación personal de sus seguidores con ellos. Su capacidad para tejer vínculos emocionales con su público los guarece tanto de las acusaciones que se les hacen como de la discusión racional de las políticas, de por sí inconsistentes, que propugnan.

El otro día, Peter Wehner, miembro del partido Republicano, reseñaba en el New York Times el modo en que Trump había excusado las conductas violentas de algunos de sus seguidores. "La gente que me sigue es muy apasionada. Aman a este país y quieren que vuelva a ser grande. Tienen mucha pasión", dijo el candidato en una de las ocasiones. El autor recordaba, entonces, que Lincoln observó que "las pasiones furiosas y salvajes" eran una amenaza para las instituciones republicanas, que había que contenerlas y que "la razón –razón fría, calculadora, desapasionada- debe proporcionar todos los materiales para nuestra defensa futura".

No es probable que Trump llegue a la presidencia de los Estados Unidos. Tampoco lo es que alcancen el poder, todo el poder, Marine Le Pen en Francia o Pablo Iglesias Turrión en España. Cierto, los tres mentados no son idénticos, pero su ascenso obedece a causas similares y los tres aprovechan la indignación para atizar las pasiones. Y la primera y nefasta consecuencia de su relativo éxito es el desplazamiento del debate político lejos de la conversación, lejos de la razón, lejos de aquella manera tranquila y constructiva de hablar de política que Havel admiraba en Washington. Aunque puede que sea al revés. Que esa deriva del debate político hacia lo irracional, hacia el estallido de pasiones, hacia la intoxicación demagógica, no sea una consecuencia de su éxito, sino una causa.

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