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Eduardo Goligorsky

De himnos y banderas

Nunca enarbolé ni rendí pleitesía a ninguna, pero tengo claro cuáles son las que se identifican con nuestra civilización.

Nunca enarbolé ni rendí pleitesía a ninguna, pero tengo claro cuáles son las que se identifican con nuestra civilización.

Josep Ramoneda desarrolla una densa lucubración para explicar por qué "90.000 personas silban el himno en un partido de fútbol" ("La pitada", El País, 6/6). ¿Lo silbaron todos los espectadores que ocupaban las 90.000 plazas del aforo, sin excepción? Mal asunto. Si fue así habría que contemplar dos posibilidades: o los partidos y movimientos sociales que sirven al secesionismo bajo el paraguas de la Generalitat demostraron su capacidad para montar otra exhibición de típico cariz totalitario (hipótesis que Ramoneda rechaza por su matiz conspirativo y que José Antonio Zarzalejos ratifica en El Confidencial, 2/6); o nos encontramos ante otro ejemplo de lo que José Ortega y Gasset interpretaba como la transformación de la masa en ese fruto de la barbarie que es la turba (La rebelión de las masas, Austral, págs. 110-111):

Civilización es, antes que nada, voluntad de convivencia. Se es incivil y bárbaro en la medida en que no se cuente con los demás. La barbarie es tendencia a la disociación. Y así todas las épocas bárbaras han sido tiempos de desparramamiento humano, pululación de mínimos grupos separados y hostiles. (…) La masa -¿quién lo diría al ver su aspecto compacto y multitudinario?- no desea la convivencia con lo que no es ella. Odia a muerte lo que no es ella.

Rictus cómplice

De todas maneras, la presunción de que los 90.000 espectadores se sumaron a la pitada, como da por seguro Ramoneda, sólo es compatible con una visión exageradamente pesimista de lo que es la naturaleza del género humano. Es indudable que el rictus cómplice con que Artur Mas festejó la pitada (Antoni Puigvert niega que fuese una sonrisa, LV, 8/6) y los argumentos con que la explicó posteriormente justifican la hipótesis conspirativa que asocia el envalentonamiento regimentado de los hooligans con los planes de fragmentación social que se cocinan en las trastiendas de la Generalitat. Lo cual no autoriza a culpar de la pitada a todo el público que asistió al partido.

La afición al fútbol es compatible con la más refinada vocación intelectual, pero también es lícito suponer que los infinitos lectores de la prensa deportiva y los forofos que llenan los estadios no son los más proclives a invertir su tiempo en descifrar los entresijos de la actualidad política, lo que los hace más vulnerables al discurso de los demagogos. En todo caso, el termómetro para medir la temperatura de la opinión pública pensante no se encuentra en los estadios de fútbol.

Es curioso, en este contexto, que los intelectuales que fungen de desprejuiciados y progresistas se apresuran a destacar que los himnos y las banderas los dejan indiferentes o les producen sensaciones negativas. Sensaciones de tristeza, en el caso de Ramoneda, o de algo que el opinante prefiere autocensurar, en el caso de Gregorio Morán (LV, 6/6).

Versión jibarizada

En mi caso, no creo que pueda describir mi reacción en términos simplistas. Para empezar, el himno argentino que se interpreta actualmente es una versión jibarizada del original, compuesto en 1813 en plena guerra de la independencia contra España. Su letra estaba plagada de diatribas contra quienes en aquella época eran los enemigos. En 1900 una ley suprimió todas las estrofas agraviantes para salvaguardar la convivencia con millones de inmigrantes españoles y la interpretación, que duraba más de 20 minutos, se redujo, en la versión oficial, a poco más de tres. La letra original quedó definitivamente sepultada en el olvido.

Puesto que a lo largo de toda mi vida he sido siempre inexplicablemente insensible a los placeres que la gente culta encuentra en la música, ya sea esta clásica o popular, en la escuela primaria debía esforzarme para desentonar estoicamente la letra oficial del himno. Las cosas cambiaron en el bachillerato. Bajo la dictadura de Perón, los opositores nos convertimos en "cipayos", "vendepatrias" o “gorilas”, y yo, cómodo en ese papel y ajeno al entusiasmo patriótico de los peronistas, me limitaba a mover los labios sin emitir ningún sonido, vociferando, eso sí, los dos primeros versos: "Oíd mortales el grito sagrado / ¡Libertad, libertad, libertad!". A partir de entonces, nunca canté ningún otro verso del himno, cualquiera fuese el régimen imperante. Sólo esos dos. Al fin y al cabo fueron los patriotas peronistas, de izquierda y derecha, quienes convirtieron Argentina en una satrapía del Tercer Mundo gobernada por depredadores totalitarios. Me habría sentido avergonzado y humillado si hubiera compartido su versión malsana del patriotismo.

Esta peculiaridad que confieso no refleja una aversión congénita a los himnos. Cuando se produjo la capitulación de Alemania, en 1945, Argentina vivía la etapa preparatoria del peronismo bajo un régimen militar pro nazi, y yo, precoz opositor con 14 años, me sumé a las manifestaciones aliadófilas que, desafiando los bastones y los cascos de los caballos de la policía montada, recorrían las calles de Buenos Aires cantando La Marsellesa, que grabé en mi memoria. Un himno emblemático para los amantes de la libertad, a pesar de su apelación a la violencia.

Mortífero poder hipnótico

De aquella época marcada por la Segunda Guerra Mundial conservo una reacción emocionada, que en ocasiones especiales bordea el llanto, cuando escucho himnos o cantos como The Star Spangled Banner, The Battle Hymn of the Republic, God Save the King o, no obstante su impronta comunista, Bella Ciao. Todos indisolublemente ligados a la lucha por algo hoy tan demodé para los círculos progres como la libertad y la democracia. Y por el mismo motivo me ponen la piel de gallina, consciente de su mortífero poder hipnótico sobre las turbas, el fascista Giovinezza, La Internacional, el Cara al Sol, Los Muchachos Peronistas o aquel Tomorrow Belongs to Me (El mañana me pertenece) con que el joven nazi seduce a los burgueses en un merendero de la campiña alemana en la película Cabaret.

Así, con la mirada puesta en el ancho mundo más allá de la cárcel identitaria, funciona el raciocinio de los "cipayos", "vendepatrias" y “gorilas” estigmatizados por el nacionalismo peronista. Y el de los “cosmopolitas”, que estigmatizó Stalin. Y el de los “botiflers", que estigmatiza Pilar Rahola.

Lo mismo vale para las banderas. Nunca enarbolé ni rendí pleitesía a ninguna, pero tengo claro cuáles son las que se identifican con nuestra civilización y cuáles son las que vienen envueltas en las tinieblas de la barbarie. Lo que sí sé es que si sacralizara alguna me resistiría a que unos mercaderes la ensuciasen superponiéndole la publicidad de un emirato esclavista y protector de quienes se confabulan para degollarnos. No me extraña que quienes alquilan con tanto impudor sus propios símbolos no respeten los ajenos.

En fin, tampoco creo que se deba ni se pueda penalizar la pitada del Camp Nou, pero sí se puede y se debe preservar y divulgar la imagen de aquel esperpento y la prueba de complicidad con los energúmenos que quedó retratada para la posteridad en el rictus cínico del náufrago de Ítaca. Mandamás en decadencia eclipsado por la presencia de un auténtico estadista, Felipe VI, que reaccionó con temple mayestático frente al desmadre regimentado de la masa convertida en turba, como profetizó Ortega.

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