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Eduardo Goligorsky

El burkini erótico

El sospechoso burkini puede convertirse en otro de los muchos fetiches afrodisíacos que estimulan la libido de los epicúreos.

El sospechoso burkini puede convertirse en otro de los muchos fetiches afrodisíacos que estimulan la libido de los epicúreos.
Cordon Press

Una de las pruebas palpables de que vivimos en una sociedad desnortada, puesta de espaldas a los peligros que se ciernen sobre ella, la encontramos en el contenido prejuicioso y chapucero de los argumentos empleados para autorizar o prohibir el uso del burkini. Desfilan periodistas, políticos, feministas, imanes, progres, reaccionarios, multiculturalistas de todos los géneros últimamente reconocidos, pero falta la opinión de las únicas que pueden aportar una información profesional y útil al debate: las fuerzas de seguridad del Estado españolas y de los países aliados en esta guerra. Porque de una guerra se trata. Una guerra de religión y no, como predicó incomprensiblemente el papa Francisco desde su atalaya peronista, de intereses (LV, 28/7).

Paraíso de las libertades

Las fuerzas de seguridad del Estado ya dieron el veredicto acerca del burka, el niqab y el chador. Son peligrosos. Hay que prohibirlos. No porque sean opresivos o extraños a nuestra cultura, que también lo son, sino porque son peligrosos. Sólo ellas pueden dictaminar con conocimiento de causa si el burkini permite ocultar armas o explosivos; si quienes se enfundan en el burkini lo hacen para cumplir las leyes de su religión o lo visten como uniforme de un ejército en guerra contra la civilización occidental; si su exhibición es testimonio de fe o si forma parte de una campaña encaminada a reclutar más combatientes yihadistas.

Urge tener las respuestas porque el resto de la controversia descansa sobre bases muy frágiles. Tan frágiles como los sermones de nuestros gurús cívicos. Quienes objetan la extravagancia del burkini, que convierte a sus usuarias en objetos de curiosidad y burla, olvidan que en una sociedad abierta esto no justifica una prohibición. Más bien delata los prejuicios y el provincianismo de los represores. En el paraíso de las libertades, Estados Unidos, los amish conservan sus costumbres, indumentarias y medios de transporte de tracción a sangre como si vivieran en el siglo XVII, donde quedó anclada su comunidad religiosa, y todos felices. Incluidas las mujeres que acatan la estricta disciplina del grupo y se visten muy recatadamente. La ley los ampara porque nunca se confabularon, como los islamistas, para masacrar a quienes no comparten su fe.

Estados Unidos fue la cuna de todas las extravagancias que posteriormente se popularizaron en el resto del mundo civilizado –y subrayo civilizado–, donde cumplieron su ciclo hasta consolidarse o desaparecer por muerte natural. No nos engañemos: globalización es un sinónimo abreviado de estadounidización en la ciencia, la técnica y la estética. Desde Silicon Valley hasta Hollywood. Desde el Massachusetts Institute of Technology hasta Las Vegas. Siempre rompiendo moldes con originalidades que a menudo causaban más escándalo que el burkini. Aunque, insisto, eran novedades que no llegaban impuestas por terroristas suicidas.

Hipocresía sin límites

Uno de los mantras utilizados con más frecuencia para abominar de las vestimentas que cubren todo el cuerpo de la mujer musulmana creyente consiste en denunciar que se trata de una cárcel de tela que el hombre le impone coactivamente. Se omite la posibilidad de que esa mujer profese su fe con la misma vocación de sacrificio que impulsó durante siglos a hombres y mujeres de nuestra civilización -y reitero la insistencia en nuestra civilización- a practicar abstinencias, privaciones y autoflagelaciones con varas y cilicios para ganar el cielo. Al fin y al cabo, todavía hay mujeres de nuestra sociedad que optan voluntariamente por renegar de su cultura moderna para abrazar la barbarie medieval del islamismo. La progresía no acepta la posibilidad de que estas mujeres elijan la degradación propia del estilo de vida medieval sólo para complacer al hombre, sin que este las coaccione.

¿Que la mujer se encierre en una cárcel de tela para complacer al hombre sin estar coaccionada? ¡Anatema!, claman las feministas. La hipocresía no tiene límites. Cuando una mujer de nuestro mundo civilizado recurre al cirujano plástico para que le hinque el bisturí y le altere los pechos, las facciones o los glúteos, no lo hace para que el espejo le devuelva una imagen más bella que la de la madrastra de Blancanieves. Tampoco es una fantasía infantil la que le hace montar sobre stilettos de 11 centímetros ("Tacones atrevidos", LV, 20/8), con las consiguientes luxaciones y fracturas, que la dejan a merced de los traumatólogos y ortopedistas. Unas y otras padecen riesgos y dolores para agradar a un hombre sin estar coaccionadas, porque si lo estuvieran podrían denunciarlo y se abriría un capítulo muy distinto.

Y aquí tropezamos con la moda. La industria todopoderosa de la moda y su complementaria de la cosmética descansan sobre la mercadotecnia especializada en convencer a la mujer de que sus productos son los más apropiados para seducir al hombre. Con este argumento, los modistos –sobre todo los que, por sus inclinaciones particulares, las ven como competidoras– las inducen a ataviarse con los mamarrachos más estrafalarios, y los cosmetólogos consiguen que se unten con menjunjes cuya composición desafía las leyes de la naturaleza. Hasta es posible que en el futuro se descubra que existe menos propensión al cáncer de piel entre las musulmanas encerradas en cárceles de tela que entre las liberadas que sólo se cubren con protectores solares.

Placeres morbosos

Volvamos al tema. ¿Y el burkini? Aunque parezca mentira, el burkini también puede calzar en un hueco de la moda. Una vigilante musulmana se mostró partidaria de prohibirlo porque lo encontró demasiado ceñido y revelador de las curvas. No estaba muy errada. El hueco donde calza el burkini es el de la moda erótica.

Curiosamente, aquí es donde confluye la faceta más truculenta del oscurantismo musulmán, la que concierne a la dominación institucionalizada del hombre sobre la mujer, con una de las involuciones más chocantes que se han producido en la relación entre los sexos dentro de nuestra sociedad presuntamente emancipada. El burkini es gemelo de los trajes integrales de látex, con máscara incluida, que utilizan las y los adictos a los encuentros de BDSM, sigla que corresponde a las palabras que designan, en inglés, los actos de inmovilización por ligaduras, dominación, sumisión, sadismo y masoquismo. O sea que el gemelo del burkini, en su versión erótica occidental, está asociado, en nuestro entorno y entre nuestros semejantes, a costumbres tan mortificantes y humillantes como las que nos horrorizan cuando las practican los musulmanes con sus mujeres. Con la salvedad de que aquí las víctimas, se supone que voluntarias, son tanto mujeres como hombres que buscan placeres morbosos a través del sufrimiento, e incluso pagan por ello.

Mazmorras y jaulas

El observador poco informado podrá argüir que estas aberraciones se practican legalmente en el mundo musulmán, en tanto que en el nuestro son clandestinas. Rotundamente falso. Ya no rige la Ley de Vagos y Maleantes que dictó la República y completó el franquismo. Todos los días se pueden leer en los muy explícitos y cosmopolitas clasificados proxenetas de La Vanguardia anuncios como este: "Palacio del BDSM. Joven y bella ama"; o este otro: "Ama muy cruel", o "Dos bellas sumisas", todos con sus respectivos números de teléfono móvil.

El País brinda más información en el artículo "En este local se practica sexo. En Madrid hay en torno a unos 20 o 30 clubes de sexo entre los dedicados al público hetero y al público gay" (20/8). Así nos enteramos de que en ellos hay mazmorras y jaulas, de que se celebran fiestas de azotes, de que la cruz de San Andrés en forma de aspa para atarse y los sillones de ginecólogo tienen mucho éxito en los clubes de intercambio de parejas, y de que tanto los heteros como los gays son aficionados a los glory holes (agujeros de gloria), "una pared con agujeros en los que cada uno coloca la parte del cuerpo (boca, pene, culo, mano) que ofrece para el disfrute desde el otro lado". Vaya, un burka de mampostería que garantiza la invisibilidad del partenaire.

Nada nuevo, excepto los adelantos técnicos. Todas las perversiones estaban contempladas en el manual para confesores De sancto matrimonii sacramento (1602), del padre Tomás Sánchez de Ávila, director del noviciado de jesuitas de Granada, que escandalizó por la descripción minuciosa, casi pornográfica, de los pecados de la carne (ver La chair, le diable et le confesseur, de Guy Bechtel, Plon, 1994). Y también estaban estudiadas, desde el punto de vista que entonces se consideraba científico, en la clásica Psychopathia sexualis (1886), de Richard von Krafft-Ebing.

El sospechoso burkini puede convertirse en otro de los muchos fetiches afrodisíacos que estimulan la libido de los epicúreos. Salvo si las fuerzas de seguridad del Estado comprueban que los yihadistas se proponen utilizarlo en su campaña contra nuestra civilización. En ese caso se prohíbe, y punto. Ellas, las fuerzas de seguridad del Estado, y no los lenguaraces mediáticos, tienen la última palabra.

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