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Eduardo Goligorsky

La humillación voluntaria

¿Qué necesidad tenía Rufián de humillarse voluntariamente al aplicarse a sí mismo un mote ofensivo?

¿Qué necesidad tenía Rufián de humillarse voluntariamente al aplicarse a sí mismo un mote ofensivo?
EFE

Gabriel Rufián, diputado por Esquerra Republicana de Catalunya, se estrenó en el Congreso durante la segunda jornada del debate de investidura asestándole a Albert Rivera una presentación que dejó estupefacto al hemiciclo: "Soy charnego e independentista, esta es su derrota" (LV, 5/3). El diccionario de María Moliner define así charnego: "Se aplica, en Cataluña, a los hijos de inmigrantes no catalanizados, y a sus cosas". Pero en el lenguaje coloquial el término es deliberadamente despectivo.

Minoría etnocentrista

¿Qué necesidad tenía Rufián de humillarse voluntariamente al aplicarse a sí mismo un mote ofensivo? ¿Y de aumentar su humillación al informar de que sin renegar de esa categoría inferior se sumaba a quienes lo discriminan? Porque, si se ratifica como charnego, sus correligionarios secesionistas, que no son todos los catalanes sino una minoría etnocentrista, seguirán catalogándolo como un advenedizo que abjura de sus orígenes para trepar en la escala social. Esa minoría etnocentrista es muy celosa de las lealtades hereditarias. Y si no lo sabe Rufián, le bastará leer un aserto rotundo de la custodia de la pureza de las esencias, Pilar Rahola ("Ratones", LV, 1/3), para despertar a la cruda realidad:

Es lo que tiene perder los orígenes, que se pierde la dignidad.

Rahola pone en su lugar con este exabrupto, cuya matriz racista y xenófoba es difícil ocultar, a todos los ciudadanos de orígenes diversos -extremeños y chinos, murcianos y marroquíes, andaluces y argentinos, gallegos y colombianos- que han decidido incorporarse a la sociedad civil del lugar donde residen mestizándose, sin aferrarse a las tradiciones y nostalgias de sus orígenes y sin adoptar tampoco las ideologías y los prejuicios más retrógrados de su nuevo entorno.

Si se guiaran por el dictamen de Rahola, para no perder la dignidad estos nouvinguts deberían conservar sus orígenes y permanecer en sus guetos y casas regionales –¡ay, las casas regionales donde a menudo se fraguan los cimientos del gueto para mayor regocijo de los discriminadores!–, aunque, para salvar las apariencias, se concede a los más dóciles el derecho a ocupar un escaño o un puesto de funcionario, siempre que dejen constancia de su agradecimiento y obediencia debida a quienes les dispensan el favor. Es inevitable que los nacionalistas, cuya política descansa sobre una tenaz preservación de las raíces míticas, telúricas, lingüísticas y étnicas, opinen, como confiesa sin quererlo Rahola, que sus súbditos han perdido la dignidad cuando reniegan de sus orígenes para obedecerles. Para ellos, son metecos complacientes.

Una excomunión implacable

Ya no hay charnegos en Cataluña. Sólo ciudadanos. Y si alguien se rebaja a la categoría hoy inexistente de charnego para congraciarse con quienes continúan necesitando que represente ese papel que ellos siguen despreciando, habrá que interpretarlo como una humillación voluntaria a cambio de favores recibidos.

Lo que sí es cierto es que la minoría secesionista trata a los ciudadanos que no se pliegan a sus caprichos como si fueran los antiguos charnegos. Incluso si son catalanes de pura cepa. Sobre todo si son catalanes de pura cepa. La negativa de estos a comulgar con los dogmas del fundamentalismo nacionalista, ya se trate de la independencia, de la inmersión lingüística o de las falacias históricas, degenera en una excomunión implacable. Las diatribas contra Albert Rivera y su partido, contra el Partido Popular y contra los dirigentes catalanes de las organizaciones empresariales, sociales y culturales que se oponen, aunque sea tibiamente, a la ofensiva secesionista, rayan en la obscenidad. Escribe la infaltable Pilar Rahola, denigrando a Ciudadanos ("El abrazo del oso", LV, 25/2):

Ciudadanos es, en términos de reivindicaciones catalanas, lo más retrógrado que ha pasado por Catalunya desde los tiempos de Lerroux, superando al PP por la escuadra.

A continuación, Rahola pide explicaciones a Miquel Iceta porque Pedro Sánchez se ha aliado con Ciudadanos, y el patético mindundi, acojonado, si bien finge avalar el pacto (LV, 7/3), se suma a la campaña de intolerancia y dice que Cs es "una fuerza política basada en un anticatalanismo y antinacionalismo, casi me atrevería a decir, primario" (LV, 1/3).

Pero el premio a la hora de impugnar la catalanidad de Rivera se lo llevó nada menos que el recién estrenado Gabriel Rufián, en su papel de converso fanático trocado en gran inquisidor, con una mentira burda como remate (LV, 5/3):

Creer que Albert Rivera es Winston Churchill y no Donald Trump se cura en Catalunya y viendo cómo salen pitando del Parlament para no condenar el franquismo.

Informa el diario de que la mentira "levantó el aplauso de los diputados de Podemos". Y añade:

El de ERC [Rufián] no se privó de recriminar a Sánchez su pacto con Ciudadanos, formación a la que calificó de "nueva derecha cool 2.0 barnizada", marca blanca del PP.

Desigualdad flagrante

Las ocurrencias del servicial Rufián no bastan para disimular el hecho de que él ocupa un escaño que sus patronos le han cedido a título excepcional para enmascarar la desigualdad flagrante. Y la desigualdad flagrante la denuncia, con pelos y señales, un artículo del siempre veraz y políticamente incorrecto Carles Castro (LV, 21/2):

Sólo 32 de los 135 diputados del Parlament llevan algún apellido de los más frecuentes, frente a casi el 40 % de los ciudadanos de Catalunya. (…) Junts pel Sí es de los que menos miembros tienen con apellidos que figuren entre los más numerosos. Todo lo contrario de lo que ocurre con Ciutadans o el Partido Popular.

Por supuesto, los apellidos más frecuentes en Cataluña son aquellos veinticinco que también lo son en el resto de España, empezando por García, Martínez, López, Sánchez, Rodríguez, Fernández, Pérez, González y terminando por Serrano, Ramírez, Gil.

En el caso de JxSí, la falta de correspondencia con la realidad de Catalunya es abismal. Sólo cinco de los 62 diputados (…) tienen algún apellido que figure entre los 25 más usuales. (…) La situación contraria se produce en el caso de Ciutadans, que es el grupo con más diputados (14 sobre 25) cuyos apellidos aparecen entre los más numerosos en Catalunya. (…) Sin embargo, en proporción es el grupo popular el que cuenta con más apellidos comunes entre sus diputados: siete sobre once. (…) Por su parte, los socialistas catalanes tienen sólo cuatro parlamentarios sobre 16 que exhiban apellidos muy comunes. (…) En cuanto a la CUP, la formación anticapitalista sólo cuenta con uno de sus 10 diputados (Gil) cuyo apellido figure entre los 25 más frecuentes.

Carles Castro aporta muchos más datos para demostrar que existe una desigualdad flagrante y llega a una conclusión que no admite réplica:

Por ello, la pregunta es inevitable: ¿es representativa la clase política catalana de la población real del país?

No, no lo es. Y tampoco es representativo el independentismo del ciudadano degradado por su propia voluntad y por la de sus patrocinadores a la ya inexistente categoría de charnego. Con su pan se lo coma.

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