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Eduardo Goligorsky

La perdiz mareada

González y Aznar se unieron para defender la democracia en Venezuela. Que lo hagan ahora para defenderla en España.

González y Aznar se unieron para defender la democracia en Venezuela. Que lo hagan ahora para defenderla en España.
EFE

Tantas vueltas han dado los jerarcas de la secesión para marear la perdiz y embarcar a los ciudadanos de Cataluña en la aventura que finalmente la perdiz mareada son ellos, los jefazos, que marchan a tientas por el laberinto, de papelón en papelón, dándose de bruces contra los obstáculos. El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, entrevistado por La Vanguardia (24/1), no consiguió hilvanar dos argumentos coherentes para explicar por qué ocupa, en condiciones más que precarias, ese cargo sujeto a los caprichos trotskistas de la CUP. Sólo atinó a confesar:

No me gustaría que el próximo presidente sea designado de la misma forma como se me ha elegido a mí.

Y a continuación, tras renegar del dedazo, asombró a sus cofrades y desencadenó otra de las crónicas trifulcas que mortifican a los alzados cuando reculó:

Los 18 meses son una buena referencia, aunque pueden pasar circunstancias que nos obliguen a corregir esa previsión inicial.

Vías esotéricas

El resto de la entrevista discurrió por el habitual fárrago de referencias a "la voluntad del pueblo de Catalunya" con el que estos capitostes parecen comunicarse por vías esotéricas, porque las urnas no los respaldan. Así, Puigdemont se escabulle aduciendo que no hay mayoría social para culminar el proceso pero sí para iniciarlo. Atribuye a la independencia "el aval de dos millones de personas" y se queda tan pancho. ¡En el censo electoral de Cataluña hay 5.500.000 ciudadanos inscriptos!

No se está discutiendo la urbanización de terrenos ni la prolongación de un tranvía sino la ruptura de vínculos familiares, sociales, culturales y económicos entre compatriotas, y eso exigiría la aprobación de por lo menos 2.750.001 ciudadanos. Sin contar los requisitos para la reforma previa de la Constitución y el voto de una mayoría notable y no simple. La mitad más uno no bastaría. Súmese a esto el hecho de que será condición sine qua non informar a todos los implicados, minuciosamente y sin subterfugios, que si renunciaran a su ciudadanía española para optar por la catalana también estarían renunciando a su ciudadanía europea y a todos los derechos que esta les confiere. Los militantes de la CUP saben que esto es lo que sucederá y lo desean, pero a la buena gente se lo ocultan inescrupulosamente.

Si un flamante ciudadano catalán utilizara su antiguo documento español para conservar esos derechos, cometería un fraude de ley sancionado penalmente. Necesitará visado en su pasaporte catalán incluso para visitar a su familia más allá del Ebro o, para ser precisos, del Sénia. Y ni soñar con arrancar a la despreciada España un tratado de doble nacionalidad. Claro que todos los catalanes que quisieran preservar esos derechos podrían fijar su domicilio en algún lugar de España para disfrutar de un documento válido en el resto de Europa, y entonces la Cataluña independiente se convertiría en el único país del mundo habitado exclusivamente por extranjeros: españoles, como ya lo son.

Argumentos retorcidos

Los intelectuales orgánicos del secesionismo se han convertido en otra perdiz mareada por las contradicciones de sus argumentos, tan retorcidos que finalmente se vuelven contra ellos. Es lo que le ha ocurrido a Borja de Riquer i Permanyer, enredado en la madeja de "Derechos, historia y política" (LV, 28/1). Insiste este estudioso en la transitoriedad de las leyes y recuerda que a menudo, para cambiarlas y conquistar, por ejemplo, el voto femenino y la abolición de la esclavitud hubo que sublevarse contra gobiernos y utilizar la violencia. Omite señalar que estos medios también se emplearon para implantar todos los regímenes totalitarios, de derecha e izquierda, que han devastado el mundo. La legalidad de la que ahora abomina es la que veta la secesión unilateral de Cataluña. Y la falacia burda sobre la que descansa la jeremiada de Borja de Riquer consiste en que Cataluña es una colectividad homogénea, que manifiesta homogéneamente su voluntad de ser independiente. Interroga:

¿Han de prevalecer siempre las unidades políticas estatales acordadas en el pasado? ¿Tienen que persistir estas unidades incluso cuando se impusieron por procedimientos discutibles en términos democráticos? Una minoría, que constituye una colectividad homogénea, ¿tiene que quedar permanentemente sometida a la voluntad de la mayoría? Si esta minoría manifiesta democráticamente su voluntad de separarse, ¿es justo que el Gobierno y las leyes de la mayoría rehúsen este deseo?

La perdiz tiene que estar muy mareada para no darse cuenta de que ha dado pretextos suficientes para hacer saltar por los aires todo el orden establecido en el mundo civilizado. Basta que una crisis haga brotar los instintos irracionales de territorialidad o identidad en cualquier conglomerado humano para que provincias, comarcas, ciudades, barrios o comunidades de vecinos abjuren de los sentimientos de fraternidad y solidaridad y reivindiquen algún derecho mítico a la reconversión tribal. Borja de Riquer niega que se pueda sacar esta conclusión, que califica de absurda, pero su razonamiento serviría de manera axiomática para justificar la implosión de la hipotética república catalana. Con la misma desaprensión con que la minoría secesionista puede inventar peculiaridades para desconectarse de la mayoría que agrupa a sus compatriotas españoles, los insatisfechos de las áreas rurales y metropolitanas de Cataluña podrían dinamitar la convivencia con sus vecinos más próximos. Aunque otros insatisfechos también podrían esgrimir argumentos muy racionales para desconectarse del enclave mostrenco y reconectarse con España.

Las semillas de la división

Las semillas de la división ya están germinando. Llàtzer Moix, un observador lúcido del acontecer cultural y político, lo explica con precisión topográfica ("El otro sitio de Barcelona", LV, 7/2):

Los independentistas querrían ensanchar su base en el cinturón industrial, y a tal fin presentan candidatos verdaderamente pintorescos. Pero no logran ese crecimiento. Quizás por ello se refieren con creciente frecuencia al "territorio", ese ámbito no capitalino más próximo a las raíces que a la complejidad urbana, en el que conviven, no sin fricción, diputaciones, comarcas, proyectos de veguería, municipios y vecindarios.

Si desde fuera de Barcelona se intenta contrarrestar su peso con una difusa idea de "territorio", desde dentro se echa mano de los barrios. En los discursos de la alcaldesa Colau y sus correligionarios la gran ciudad se reduce muchas veces a una agregación de barrios. (…) Está pues claro que Barcelona, en tanto que urbe diversa y proyectada al mundo, no agrada ni al soberanismo ni al activismo social de BComú.

Lo dicho: la aplicación del razonamiento rupturista de Borja de Riquer a cualquier conglomerado humano sólo puede desembocar en la fermentación de sentimientos discriminatorios artificiales y en la división hasta extremos patológicos entre "ellos" y "nosotros". Una fórmula perversa de la que se sirven los demagogos totalitarios para enfervorizar al rebaño y encaramarse en el poder.

Tuve un sueño

No sé si el empleo de la metáfora de la perdiz mareada terminó por marearme a mí. Lo que sí sé es que anoche me acosté atribulado porque los desencuentros entre los partidos políticos democráticos ponen en peligro la gobernabilidad, la cohesión y la paz social de España, y tuve un sueño. Tuve un sueño en el que se me apareció una multitud abigarrada como la que aclamó el "I Have a Dream" de Martin Luther King frente al monumento a Abraham Lincoln. Pero no estábamos en Washington. Tampoco los congregados se parecían a los seguidores de King. El entorno y la concurrencia me decían que estábamos en algún lugar de España. Sobre el estrado, dos hombres dialogaban frente a un micrófono. Los unía el hecho de que cada uno de ellos pasaba un brazo sobre los hombros del otro. No oía lo que decían porque en sueños, como en la vida real, me perseguía mi incipiente sordera. Sólo captaba algunas palabras que además leía en el movimiento de sus labios.

"Solidaridad", decían. "Convivencia", decían. "Igualdad", decían. “Justicia”, decían. “Libertad”, decían. “Unidad”, decían. “Españoles”, decían.

¡Que bien hablaban Felipe González y José María Aznar -porque eran ellos-, unidos, abrazados, en el edén onírico! Si se hiciera realidad la alianza soñada de los dos curtidos guías y guardianes de la Transición, injustamente hibernados, nos darían el testimonio definitivo de su compromiso patriótico con la sociedad asediada por amenazas sin precedentes. Se unieron para defender la democracia en Venezuela. Que lo hagan ahora para defenderla en España.

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