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Eduardo Goligorsky

La traición impune

Si, como parece, a Assange sólo lo juzgan por delitos sexuales, la traición quedará, una vez más, impune.

Si, como parece, a Assange sólo lo juzgan por delitos sexuales, la traición quedará, una vez más, impune.

Uno de los primeros correveidiles que salieron a la palestra en defensa del soplón Julian Assange –aun antes de que lo hiciera el ubicuo Baltasar Garzón– fue Daniel Ellsberg, un perfecto desconocido para quienes no vivieron como propia, en un bando u otro, la guerra de Vietnam, pero un buen ejemplo, para los entendidos en historia, de que incluso en una potencia como Estados Unidos la traición puede quedar impune.

Otros, antes que Ellsberg, no pudieron zafarse. El caso más célebre fue el de los esposos Julius y Ethel Rosenberg. A él lo detuvieron el 17 de julio de 1950, y a ella pocas semanas más tarde, acusados de filtrar secretos atómicos a la Unión Soviética. El 25 de junio de 1950 Corea del Norte había invadido Corea del Sur, las tropas de Estados Unidos desembarcaron en la península obedeciendo un mandato de la ONU, y el juicio de los Rosenberg se desarrolló acompañando los altibajos del conflicto. El juez Irving R. Kaufman dictó la sentencia de muerte el 5 de abril de 1951, cuando las tropas chinas ya estaban combatiendo contra las de la ONU. La URSS amenazaba con desencadenar una guerra nuclear.

La condena a muerte provocó una conmoción mundial, y desde el Papa hasta el Congreso por la Libertad de la Cultura, que era financiado por la CIA, pidieron clemencia al presidente Dwight Eisenhower, que no cedió. Los Rosenberg fueron ejecutados el 19 de junio de 1953. Los testimonios recogidos últimamente en los archivos de los servicios secretos de la antigua URSS confirman que eran espías. El único monumento erigido en su memoria se levanta en La Habana, donde se han cercenado los derechos humanos y está vigente la pena de muerte.

Una chapuza

La prueba de que Daniel Ellsberg tuvo más suerte que el matrimonio de espías queda patente en el hecho de que hoy puede erigirse en defensor de Assange, junto al benemérito Baltasar Garzón. Richard Gid Powers cuenta minuciosamente las peripecias de Ellsberg en su libro Not Without Honor (The Free Press, 1995), que me ha servido de guía para esta reseña.

El 17 de junio de 1967 el secretario de Defensa, Robert McNamara, ordenó que una "Fuerza de Tareas de Historia de Vietnam" recopilara una historia documental de la guerra para evitar la destrucción o dispersión de esos materiales. El experto Leslie Gelb asumió la dirección del estudio dentro del gabinete de reflexión para Asuntos de Seguridad Internacional del Pentágono. Daniel Ellsberg formó parte, durante un breve lapso, del equipo de investigadores y redactores que trabajaba para Gelb. El 15 de enero de 1969 se completaron los 47 volúmenes de la historia, de los que se imprimieron sólo 15 copias, clasificadas como secreto de Estado.

Ellsberg, graduado en Harvard en 1952, prestó servicios en la infantería de marina, ingresó en la Rand Corporation –desde la que aportó informes sobre temas militares al entonces senador John F. Kennedy– y asesoró al Pentágono durante las crisis de Cuba y el Golfo de Tonkin. Siempre defendía la política oficial, tanto en reuniones con senadores indecisos como en debates universitarios. En 1965 realizó una gira por Vietnam y empezó a alimentar discrepancias con el optimismo de sus superiores.

Cuando Richard Nixon asumió la presidencia, en 1968, Henry Kissinger pidió a Ellsberg que diseñara alternativas políticas para Vietnam. Esto lo llevó nuevamente a la Rand Corporation, donde recuperó los documentos secretos del Pentágono e imprimió una copia completa ilegal para su uso exclusivo. Esta fue la copia que, ya convertido en un agitador militante contra la guerra, entregó al periodista Neil Sheehan, del New York Times. El 13 de junio de 1971 el diario empezó a publicar los documentos secretos que pasarían a la historia como Los Papeles del Pentágono.

En aquel preciso instante, Kissinger estaba negociando bajo cuerda el acercamiento a la China comunista, y convenció a Nixon de que había que actuar contra Ellsberg para demostrar a los chinos que Estados Unidos podía garantizar el secreto de las negociaciones. El resultado fue una chapuza: los fontaneros de la Casa Blanca fueron sorprendidos cuando hurgaban en los archivos del psiquiatra que trataba a Ellsberg y la justicia declaró nula la querella del Gobierno. La traición quedó impune.

Hoy es imposible discernir hasta qué punto la traición de Ellsberg contribuyó a la derrota de Estados Unidos y a la implantación de un régimen comunista en Vietnam y Camboya. En aquella época las capas medias y sobre todo la prensa y las universidades eran un semillero de movimientos partidarios de la capitulación y la retirada: para ellos, Ellsberg era un héroe. Los intelectuales liberales anticomunistas sólo contaban, paradójicamente, con las simpatías del movimiento sindical estadounidense.

Una bomba periodística

Así llegamos a Assange, el clon de Ellsberg que, secundado por el movimiento antisistema y sus adalides, también aspira a conseguir la impunidad. Y esta toma de posición del movimiento antisistema y sus adalides no es casual. Pregunta sagazmente Mario Vargas Llosa (El País, 26/8/2012):

Wikileaks difundió (...) abundante material que justificadamente debe mantenerse dentro de una reserva confidencial, como el que afecta a la vida diplomática y a la defensa, para que un Estado pueda funcionar y mantener las relaciones debidas con sus aliados, con los países neutros y, sobre todo, con sus manifiestos o potenciales adversarios (...) ¿No es curioso que Wikileaks privilegiara de tal modo revelar los documentos confidenciales de los países libres, donde existe, además de la libertad de prensa, una legalidad digna de ese nombre, en vez de hacerlo con las dictaduras y gobiernos despóticos que proliferan todavía en el mundo?

Ciertamente habría sido una bomba periodística que Wikileaks desvelara los secretos de las luchas por el poder que se libran en China y en Cuba, o de los progresos que realiza Irán en el armado de su bomba atómica. Y qué decir de una primicia sobre la estrategia islamista para asumir la hegemonía en los países de la primavera árabe y en la mismísima Turquía del moderado Erdogan.

Los antisistema no entregan fácilmente a sus servidores. Ahí está Baltasar Garzón para defenderlos y ganarse su puesto como cabeza de un futuro Frente Popular en España (El Mundo, 5/2/2012). Su afán de figurar ya lo llevó en el 2002 al Foro Social Mundial de Porto Alegre, donde se codeó con Noam Chomsky, José Bové, la impostora Rigoberta Menchú e Ignacio Ramonet, quien definió el cónclave como "esta especie de Internacional rebelde". Allí estuvieron también, con un protagonismo más discreto, los representantes de Herri Batasuna y de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Y en marzo de este mismo 2012 Garzón fue a rendir pleitesía a la patológicamente despótica Cristina Fernández de Kirchner, que asumía por segunda vez la presidencia de Argentina, en medio de amenazas a la prensa independiente y acompañada por un séquito en el que sobresalían antiguos terroristas tan sádicos como nuestros etarras. Ahora se asocia con el mandamás ecuatoriano Rafael Correa, otro enemigo visceral de la prensa independiente y de las libertades públicas.

Un corazón sensible

Garzón ha desarrollado una llamativa empatía con los enemigos de nuestra civilización. Sufre más por los victimarios que por las víctimas. Inmediatamente después del ataque contra las Torres Gemelas proclamó (El País, 2/10/2001):

Permanecer callado y a la espera de este teatro de operaciones en el que estamos siendo actores, porque de nuestro futuro se trata, es una omisión gravísima o una aceptación culpable de los proyectos bélicos reiteradamente proclamados por los gobernantes de Estados Unidos y exigidos por los ciudadanos que claman "venganza". (...) La callada aceptación oficial de Occidente, esencialmente la de los países europeos, me lacera en lo más profundo del corazón y debe llenarnos de desesperación.

El corazón sensible del hoy exjuez sufrió una nueva laceración cuando las fuerzas especiales de Estados Unidos mataron a Osama Bin Laden. Informó El País (14/5/2011):

El magistrado Baltasar Garzón ha expresado desde Nueva York sus dudas sobre la legalidad del procedimiento que llevó a la ejecución de Osama Bin Laden. "Su muerte no está justificada desde el punto de vista del Derecho Internacional", ha dicho, a la vez que mostró su deseo de poder haber interrogado al líder de Al Qaeda. Ahora espera una "explicación legal" sobre cómo se ejecutó la acción.

De lo que no cabe duda es de que el dictadorzuelo Rafael Correa y el soplón Julian Assange han encontrado el defensor ideal de sus intereses. Cuando la periodista Natalia Junquera recordó a Garzón (El País, 5/8/2012) que la última tanda de datos de Wikileaks había revelado la identidad de activistas de derechos humanos y le preguntó si eso no los pondría en peligro, el exjuez respondió, con flema diplomática:

No he hablado con él de esas publicaciones en concreto. Se lo preguntaré. Habría que analizar cuál ha sido el riesgo y si se ha producido alguna incidencia.

Assange tiene un defensor solidario. Y si, como parece, sólo lo juzgan por delitos sexuales, la traición quedará, una vez más, impune. Quien pagará el pato será el soldado Bradley Manning, desprovisto de patrocinadores de lujo.

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