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Emilio Campmany

Indultos y separación de poderes

En una democracia madura, la separación de poderes debe actuar en sentido de ida y vuelta.

En una democracia madura, la separación de poderes debe actuar en sentido de ida y vuelta.
El Tribunal Supremo. | LD

El indulto ha sobrevivido en las sociedades democráticas con el fin de corregir condenas moralmente excesivas cuando se dan circunstancias que la ley penal no pudo considerar. Luego se ha utilizado quizá excesivamente por consideraciones políticas. Unas veces teniendo en cuenta la importancia de los servicios prestados por el indultado. Otras pensando que los delitos se cometieron en defensa del Estado. Lo impresentable del caso de los golpistas catalanes es que, siendo la motivación política, el indulto forma parte del pago que el presidente del Gobierno hace a sus socios de la mayoría que le sostiene en la Moncloa. Rufián lo resumió muy bien cuando afirmó en las Cortes no creer en la voluntad de Sánchez sino en su necesidad.

No obstante, los motivos confesos son otros. Con una torpeza que delata su falsedad, Sánchez alega que los indultos tienen por objeto restaurar la convivencia política en Cataluña. Es patente que no se arreglará nada porque los independentistas catalanes no quieren restaurar esa convivencia y no hay indulto que les pueda hacer cambiar de opinión. Al contrario, la medida de gracia será considerada como una prueba de debilidad que les reafirmará en su idea de perseguir la independencia con más empeño.

Sin embargo, dicho esto, hay que constatar que, siendo legal la posibilidad de que haya indultos por motivaciones políticas, es únicamente al Gobierno al que corresponde valorarlas. El informe del Supremo, por muy demoledor que sea, sólo es algo más que considerar. La decisión de indultar es política y apenas está reglada jurídicamente. Es perturbadora la reciente tendencia del Supremo a revisar los indultos que realiza el Gobierno. Pase que tengan que estar motivados porque lo exija la ley. Pero ya es inquietante que el tribunal se arrogue la facultad de controlar si están suficientemente motivados. No digamos si se propone entrar a examinar la bondad de las motivaciones. Y lo que sería ya disparatado es que se atribuyera el derecho a ser una especie de última instancia en todo indulto.

Las motivaciones políticas que el Gobierno pueda tener para indultar son inevitablemente arbitrarias desde el punto de vista jurídico. Para el Poder Judicial, el Gobierno indulta porque quiere indultar y basta con que cumpla con las formas que exige la ley. Lo que no pueden los jueces es pretender controlar el fondo. ¿Eso quiere decir que el Gobierno indulta a quien le da la gana? Así es. Pero no hasta el punto de que no haya consecuencias. Lo que pasa es que las consecuencias sólo pueden ser políticas. La oposición puede y debe quejarse de lo inoportuno de la medida, de los efectos nefastos que tendrá, del lastre que supondrá para el Estado y para la Monarquía. Y ha de intentar convencer al electorado de la fuerza de sus argumentos. Lo que no puede hacer es amenazar con recurrir a los jueces porque, en esto, los jueces tienen o deberían tener muy poco que decir. El Gobierno puede, si quiere, cometer la ignominia de indultar a quien, sin haberse arrepentido y amenazando con realizarlo de nuevo, intentó un golpe de Estado. Pero, en tal caso, corresponde al pueblo español hacérselo pagar en las urnas, no a los jueces, que carecen de competencia para impedirlo.

En una democracia madura, la separación de poderes debe actuar en sentido de ida y vuelta. Tan mal está que el Ejecutivo se meta en el campo del Judicial como lo contrario. Y el que el primero lo haga constantemente no justifica que el segundo lo imite.

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