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ESTADOS UNIDOS

La crisis norcoreana divide a los republicanos

Cuando Ileana Ros-Lehtinen se enfrentó abiertamente a Condoleezza Rice en la Comisión de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes, se estaba escenificando algo que venía de atrás: la quiebra del consenso republicano sobre la política que seguir con Corea del Norte.

Cuando Ileana Ros-Lehtinen se enfrentó abiertamente a Condoleezza Rice en la Comisión de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes, se estaba escenificando algo que venía de atrás: la quiebra del consenso republicano sobre la política que seguir con Corea del Norte.
Ileana Ros-Lehtinen.
Ros-Lehtinen es una figura destacada de la fauna capitolina. Nacida en La Habana y crecida en Miami, representa en Washington al distrito más meridional del estado de la Florida, el 18, que engloba a Miami y su entorno. Liberal en temas sociales y firme en política exterior, ostenta el más elevado rango republicano en dicha comisión. De ahí que su choque con la secretaria de Estado fuera cualquier cosa menos un incidente personal.
 
Tras el 11-S, la Administración Bush sufrió un colapso intelectual. Las bases sobre las que Rice había fundamentado la nueva política exterior se habían hecho trizas. El nuevo entorno estratégico requería una nueva doctrina, y la vieja escuela realista era incapaz de ofrecer respuestas. Fue el "momento neoconservador". Sus ideas, tan vinculadas a las figuras de Truman y Reagan, se convirtieron, de la mano del joven Bush, en el núcleo de la nueva estrategia nacional.
 
Pero la revolución se quedó a medio camino. George W. Bush, fiel a su gente hasta el suicidio, confió su ejecución a quienes no creían en ella. Y, de la misma forma que la cabra tira al monte, un "realista" busca el entendimiento con un déspota, al precio que sea. Las posiciones desde los "principios" les repelen, en su búsqueda por defender unos "intereses nacionales" que sólo ellos parecen legitimados para definir. Si algo caracteriza a la Administración Bush, en especial en su segunda legislatura, es la abierta contradicción entre una estrategia neoconservadora y una gestión realista, entre una retórica fundamentada en principios y valores democráticos y una ejecución tan cínica como errática.
 
Esta esquizofrenia diplomática es una permanente fuente de tensión en las filas republicanas. En realidad, Corea es sólo uno de los exponentes de la división. Sería un error pensar que lo ocurrido en la Comisión de Exteriores es sólo una divergencia sobre una política concreta. Bien al contrario, es la expresión de un choque de estrategias.
 
Bill Clinton.Durante los años Clinton, los republicanos criticaron al presidente por negociar un acuerdo con Corea del Norte que permitía al régimen comunista incumplir fácilmente sus obligaciones. Tenían toda la razón, como el tiempo acabó por demostrar. El régimen de Pyongyang continuó desarrollando su programa nuclear mientras recibía cuantiosas ayudas... por haberlo abandonado. Cuando los republicanos llegaron a la Casa Blanca, exigieron trasparencia y lograron de Corea del Norte el reconocimiento de que había estado mintiendo; más aún, de que había comenzado a desarrollar un segundo programa nuclear.
 
Bush había situado a Corea del Norte en el "Eje del Mal". La diplomacia norteamericana lanzó una dura campaña en su contra y exigió el inmediato desmantelamiento de sus instalaciones nucleares; es decir, que cumpliera con sus obligaciones contractuales. La prensa izquierdista se aprestó a justificar la posición norcoreana como puramente defensiva, como si los programas nucleares hubieran comenzado con la llegada de George W. Bush a la Casa Blanca, y a criticar al presidente por su diplomacia de "cowboy". El embajador Bolton realizó un excelente trabajo al mostrar al mundo la disposición norteamericana tanto a proteger el régimen de no proliferación como a aislar a cualquiera que lo violara. La crisis norcoreana no podía separarse en su tratamiento de la iraní, entonces en ciernes.
 
La llegada de Rice al Departamento de Estado supuso un cambio radical de posición. Con un presidente ya seriamente debilitado, consideró llegado el momento de abandonar unos principios en los que nunca había creído. Con discreción pero con constancia, fue revisando la agenda del Departamento hasta hacerla tan irreconocible como coincidente con la que cabría esperar de, por ejemplo, un John Kerry.
 
En el caso que nos ocupa, el embajador Christopher Hill, sustituto de Bolton en la gestión del problema, comenzó a trabar una red de compromisos con las naciones afectadas para, siguiendo el fallido camino iniciado por Clinton, atraer a Corea del Norte mediante incentivos económicos. Tras años de negociación, finalmente Hill consiguió una declaración de Pyongyang en la que ésta mostraba su disposición a cerrar las instalaciones nucleares de Yongbyon y a permitir que los inspectores de la Agencia Internacional de la Energía Atómica pudieran inspeccionarlas.
 
George W. Bush.La reacción de la prensa fue tan interesante como inexacta. A pesar de que el supuesto éxito recaía sobre Bush, se presentó como el triunfo de los moderados contra el presidente. Era la prueba de que los retos de la sociedad internacional del siglo XXI se resolvían mejor a través de la diplomacia clásica que con la retórica violenta o el uso de la fuerza. Siguiendo el viejo adagio que dice que no permitas que la realidad te estropee un buen artículo, dieron una interpretación de los logros de Hill que no se ajustaba siquiera a las propias declaraciones del embajador.
 
Hill, que es un excelente profesional, ha subrayado en todo momento las enormes dificultades que tiene ante sí, y lo limitado de las concesiones logradas. Sus matizadas intervenciones contrastan con las crónicas de muchos medios. Hill siempre ha situado el acuerdo sobre Yongbyon como un primer paso. Si de verdad la instalación se desmonta, quedan pendientes el segundo programa nuclear, cuya existencia reconocieron los representantes diplomáticos del régimen comunista, aunque ahora la nieguen; los ingenios nucleares elaborados con el plutonio extraído durante los últimos años, algunos de los cuales pueden estar ya instalados en las cabezas de algunos misiles de largo recorrido; el programa de misiles, cuya existencia no se justifica por razones defensivas; y, por último, las exportaciones tanto de materiales para la construcción de instalaciones nucleares como de misiles.
 
No es que desde fuera se imponga al embajador Hill y a la secretaria Rice unas determinadas exigencias: es que el propio Departamento las reconoce, como no podía ser menos. La posibilidad de que se avance a cierto ritmo en alguno de estos temas es, como ha señalado Hill, remota. En su opinión, los norcoreanos son conscientes de que Bush está en la fase final de su mandato y atrapado en la crisis Irak, por lo que es previsible que no vuelvan a mover ficha hasta 2009.
 
Los recientes análisis norteamericanos sobre el ataque israelí a unas instalaciones en el norte de Siria, en los que se reconoce que la información y las fotografías disponibles apuntan a que el Gobierno de Olmert tenía razón al considerar que Damasco estaba desarrollando un programa nuclear con ayuda norcoreana, han hecho que las tensiones contenidas se desborden. Rice no sólo había abandonado una política fundada en los principios de la estrategia nacional, reduciendo la presión sobre un régimen deleznable que había violado compromisos contractuales con Estados Unidos; es que, mientras se apuntaba discutibles éxitos diplomáticos por las cesiones norcoreanas, en realidad Pyongyang estaba colaborando con Damasco en la construcción de instalaciones nucleares. Una nueva y gravísima violación del régimen de no proliferación por parte, precisamente, de Siria, Gobierno denigrado en tiempos por Bush y hacia el que Rice manifestaba disposición al diálogo.
 
Bush tardó demasiado tiempo en comprender que la política seguida por Rumsfeld era tan contraria a sus propios principios como incompetente. El error le costó al Partido Republicano una justificada derrota electoral. La inconsistente diplomacia de Rice va a dejar a las filas conservadoras huérfanas de una política exterior bien fundamentada precisamente cuando más falta hace, en vista de la dura campaña presidencial que se avecina. En ambos casos la responsabilidad última recae en un presidente incapaz de imponer a sus colaboradores su propia política, sin duda mucho más acorde con los tiempos actuales que la que de hecho se ejecuta en su nombre.
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