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NOVEDAD EDITORIAL

A propósito de Memoria de un miliciano

Aún hoy no tengo muy claro qué es exactamente lo que tenemos en estas páginas. ¿Las memorias de un miliciano del Frente Popular llamado Fernando Lescarén? ¿Una historia que nos cuenta José Luis de Funes, basada en los apuntes sobre la vida de un amigo suyo que éste dejó escritos antes de morir? ¿Ambas cosas?

Aún hoy no tengo muy claro qué es exactamente lo que tenemos en estas páginas. ¿Las memorias de un miliciano del Frente Popular llamado Fernando Lescarén? ¿Una historia que nos cuenta José Luis de Funes, basada en los apuntes sobre la vida de un amigo suyo que éste dejó escritos antes de morir? ¿Ambas cosas?
La primera vez que leí el manuscrito –por cierto, de un tirón, cosa no muy normal– me sorprendió extrañamente, y la impresión inmediata fue la excelente adaptación del lenguaje del narrador al lenguaje del personaje. El dominio de este recurso por el autor hacía que la lectura me alejase de la persona del escritor conforme pasaba las páginas, para percibir que quien hablaba desde las mismas era el personaje Fernando Lescarén. Como todos ustedes ya habrán comprobado en su experiencia en cuanto lectores, los personajes literarios, cuando hablan, definen a quien les hace hablar; o, si quieren, hablan por boca de su autor.
 
Expresé a José Luis mis impresiones, sin atreverme a preguntarle directamente por la autoría del manuscrito. Y de esa conversación concluí, pero no de forma categórica, que las memorias eran reales y que prácticamente, como él mismo dice en la introducción, se había limitado a ocultar algunos nombres, ajustar algunos hechos históricos y realizar algunas correcciones de errores mecanográficos u ortográficos.
 
Pero hoy no estoy seguro. Después de varias lecturas, creo más bien que estamos ante una creación literaria de alcance, concebida y desarrollada por José Luis y basada, efectivamente, en las reflexiones personales de alguien muy allegado a él.
 
En la narración subyacen algunas cuestiones importantes, que el autor plantea sin llegar en ningún momento a resolverlas, dejando de este modo al lector libertad para llegar, o no, a sus propias conclusiones. He aquí algunas de ellas:
– La justificación o no de los hechos por la vía de los fines perseguidos.
 
– El arrepentimiento como liberación personal, teniendo o no en cuenta las obligaciones morales derivadas de los hechos que lo originan.
 
– La fe, su utilización, a sabiendas de que es un don, y por lo tanto dada y difícilmente negociable, como almohadilla reconfortante.
 
– La amistad, que, a diferencia de la justicia, se inclina, las más de las veces, a tomar partido.
 
– La muerte, o mejor, la cercanía de la muerte, que apremia el necesario resumen de la vida y que hace caer los velos que la encubren...
Están los hechos vividos por Fernando Lescarén enmarcados en la tragedia española de la segunda mitad de los años 30. En el entorno especial de la lóbrega vida de los jornaleros andaluces, en la que cada día el ansiado pan se arranca con el lomo encorvado, sin más horizonte que el de conservar la vida misma. Y en esas condiciones, aderezadas debidamente, la injusticia social provoca la alentada reacción; la revancha ciega, el vendaval de violencia y muerte... Y sin embargo, ¿es ése el único camino? En esta disyuntiva, en esta historia, se mueven y se han movido ideologías, pensadores, gentes del común, sin que parezca posible, ni ayer ni hoy, la respuesta consensuada. Para mí, sin duda, el límite está en el respeto a la vida.
 
¿Es posible el arrepentimiento y al mismo tiempo la justificación de los hechos de los que uno se arrepiente? Buena cuestión, que ahí dejo. ¿Es posible el arrepentimiento y al mismo tiempo el olvido, cuando no el menosprecio, de las víctimas de los hechos de los que uno se arrepiente? No es peor cuestión, que también dejo ahí.
 
Dice Fernando Lescarén, en la página 56:
A mí, no todo lo que estábamos haciendo me parecía bien. Pero yo no iba a ser el que se opusiera a algo que, hacía mucho tiempo, habíamos estado esperando. Sentía por dentro una cierta comezón... En fin, las circunstancias eran las que se imponían, aunque yo seguía con mi malestar interior. Naturalmente me guardé bien de decirlo y demostré una alegría en parte fingida. Pensaba que estaba haciendo lo que debía pero, de todas formas, no tenía el mismo contento que los demás.

Lo que ocurría es que yo era más reflexivo. Siempre lo he sido. Pero mi actuación no corría pareja con mis cavilaciones. Éstas andaban por un camino y mis actos por otro. Pensaba que aquello, la revolución, no era como yo había creído antes. Pero me dejaba llevar por los demás, en aquella especie de vértigo que se iba apoderando de todos. Seguramente era porque había imaginado una revolución distinta. Y la revolución era aquello, lo que estábamos haciendo y lo que yo tenía la obligación de hacer.
La diferencia entre el ateo y el agnóstico estriba en que, mientras el primero niega la existencia de Dios, por hipótesis o por convicción racional, el segundo es incapaz de responder a esa cuestión, porque entiende, también por hipótesis o convicción, que lo que trascienda a la experiencia no es accesible al entendimiento de los hombres. Pero la realidad es, que en muchos casos, y en el de Fernando Lescarén yo creo que también, el alineamiento con una de esas dos actitudes, en concreto con el ateísmo, no lo es por reflexión, sino por adopción (...) De modo que, en muchos casos –en la tropa, digamos, del proletariado y del campesinado histórico militante–, se es ateo porque se es comunista, o anarquista, o de cualquier otra corriente ideológica que así lo estipule, como podía estipular lo contrario, y no porque se haya profundizado en la búsqueda de respuestas y se haya llegado a tal conclusión.
 
Algunos, con el tiempo, cambian de actitud; otros no. El problema aparece con perfiles muy dolorosos cuando se acerca la muerte. Cuando la muerte no es un concepto, sino la nada de mañana mismo. ¿Y ahora qué?
 
Cómo aborda esa cuestión Fernando Lescarén es una de las claves del libro. ¿La resuelve? Veamos lo que dice en la página 220:
Hasta ahora, me he ido engañando a mí mismo. He creído siempre que tendría tiempo para resolver mi problema, pero ahora ya no es así. Estoy al borde de la muerte, sin haberme reconciliado conmigo mismo. Es decir, dividido, inquieto. Ahora me parece que he vivido soñando y que necesito despertar. Hay una realidad que nunca he considerado hasta ahora y es la de mi muerte cierta y próxima. Ya no tengo tiempo. Sólo unos meses o tal vez menos. ¿Qué hago? ¿Qué hago yo?
 
No es la cuestión abstracta del hombre sino la concreta de mí mismo. No es un problema de soluciones más o menos generales sino mi problema. He ido viviendo y esto no me consuela. Aunque sea lo único que hacen casi todos los hombres. Sólo unos pocos se salvan… ¿Se salvan? ¿De qué se salvan? Sigo sin saberlo, pero intuyo que se salvan de algo.
La amistad entre José Luis –autor, a veces narrador, a veces personaje– y Fernando sostiene el relato, lo apuntala al principio y al final, y entre medias también. Y esa amistad a mí me ha hecho pensar mucho. He intentado calificarla, explicarla. Pero sigue siendo un misterio, que no aclara el autor, ni el narrador, ni el personaje.
 
Dije antes que la amistad suele tomar partido. Pero este aserto no sé cómo aplicarlo a la amistad entre José Luis y Fernando. ¿Compasión? ¿Apostolado? ¿Afecto? ¿Un poco o un mucho de todo? Yo no lo sé. Me inclino más a resaltar la alta dosis de ejemplo que encierran las páginas del libro, que por otro lado es lo que me hace dudar.
 
Pero no me hagan mucho caso. Uno de mis problemas, al menos eso me dicen, es que tengo una mente cuadriculada. Estoy seguro de que ustedes, más abiertos e inteligentes que yo, encontrarán otras respuestas a estas inquietudes que vengo manifestando, y a otras que ni siquiera he llegado a adivinar.
 
 
NOTA: Este texto es un extracto de la intervención de J. M. MARTÍNEZ VALDUEZA en la presentación de MEMORIA DE UN MILICIANO (Akrón), de JOSÉ LUIS DE FUNES, que tuvo lugar el pasado 28 de febrero en la Fundación Pastor (Madrid).
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