Prueba de ello es que la esperanza de vida de los hombres solteros es sustancialmente más baja que la de los casados, lo cual demuestra que viven peligrosamente (o que tomar esposa es una medida muy higiénica). Además, los solteros gastan mucho porque no se benefician de las economías de escala, que es eso de "donde comen dos comen tres".
Lo peor es que son como los radicales libres: un elemento desestabilizador. Como están todos deseando encontrar una pareja, cuando menos te lo esperas aparece un simpático que se queda con la tuya y se va todo a freír monas. (Advertencia: hoy me ha dado por los paréntesis).
Según D. Morris, desde el punto de vista de "la moral zoológica" (si es que hay algo así) el soltero es un fracaso biológico. (Lo siento). Da igual si se trata de un homosexual a tiempo completo, una ministra solterona, una monja o un papa (de los de Roma). Sólo es un individuo anómalo, alguien cuya conducta sexual le impide legar sus genes a la siguiente generación. (Pero, oye, a veces más vale así).
Ahora bien, con una perspectiva más amplia, un soltero puede ser un benefactor altruista. Por ejemplo, si un homosexual o un liberado sindical se dedican, desinteresadamente, a cuidar viejos o enfermos, entonces serán un chollo para la sociedad igual que lo es una hermanita de la caridad.
Tengo que admitir que un número alto de solteros es bueno para una sociedad que padezca superpoblación y sea reticente a los anticonceptivos. Por ello, el elevar la edad para contraer matrimonio y el fomentar la soltería (aumentando el capital humano de las mujeres, por ejemplo) son medidas que deberían tomarse en este tipo de sociedad.
Margaret Mead hace referencia a la tensión que generaba en las sociedades primitivas la cuestión demográfica: se trataba de mantener el número adecuado de individuos para no sucumbir ante el enemigo... sin que hubiera tantos como para que el colectivo padeciera los estragos del hambre en invierno y de la sequía en verano. Pero como el número de adultos no se puede improvisar, se tomaban medidas a lo bestia: lo mismo se mataba a las recién nacidas que se hacían incursiones a los pueblos vecinos para robar mujeres.
La superpoblación, tal como la conocemos ahora, es un fenómeno reciente. A lo largo de la historia, un alto porcentaje de solteros podía tener un coste serio para una sociedad. El miedo a que la población cayera por debajo de la de un hipotético invasor fue la causa de que se promulgaran leyes que penalizaban la soltería.
En Atenas, el comportamiento sexual estaba regulado por leyes (la mayoría atribuidas a Solón, que era homosexual) que obligaban a los hombres a esforzarse y cumplir con sus esposas, por lo menos tres veces al mes. (Igual quedaban reventados). No es extraño que la población no aumentara. Polibio, un historiador del siglo II a. C., atribuía a la presunción, avaricia y pereza de los hombres la falta de inclinación que había hacia el matrimonio y la paternidad. (Toma ya). Se le olvidó mencionar que, además, tenían muy barato el sexo extramatrimonial y eran bastante propensos a divertirse con los efebos y las esclavas (que las había a punta de pala).
Ciertamente, los solteros griegos no sentían que su situación mejorase con el matrimonio, pero el deber de continuar la estirpe familiar, que era lo que les impulsaba a casarse, flojeó especialmente en la época helenística, cuando muchos hombres abandonaron el solar y las tumbas de sus mayores y se marcharon a las ciudades y a ultramar en busca de nuevos horizontes, donde una familia era un estorbo.
El estoicismo, con sus principios de razón y virtud, su armonía con la naturaleza y su aversión por las pasiones fue la respuesta a una verdadera necesidad social, pues, entre la alergia de los hombres al matrimonio y la puñetera manía de cargarse a los hijos no deseados, las ciudades se estaban quedando despobladas. El estoicismo fue adoptado por los romanos, y en gran medida se debe a la influencia de Roma el hecho de que el matrimonio y la crianza de los hijos fueran elevados a la categoría de deber moral, religioso y patriótico.
En Roma, la legislación marital de Augusto estaba pensada para retener el mayor número de mujeres dentro del matrimonio. Penalizaba la soltería a partir de los veinte años en el caso de las féminas y de los veinticinco en el de los varones. Había entonces escasez de mujeres, en parte por el abandono, más o menos sutil, de las niñas. Augusto estableció una edad mínima para el matrimonio: doce años las chicas y catorce los chicos. Las familias estaban ansiosas por casar a sus vástagos para que cosecharan los beneficios de la ley de Augusto, hasta el punto de que, a veces, la familia del novio proveía, discretamente, de una dote a la familia de la novia si ésta no tenía recursos. Y las jovencitas morían de parto como moscas. La esperanza de vida de las mujeres era entonces bastante más baja que la de los hombres.
Siempre he creído que una mala política familiar puede fulminar una sociedad, y me pregunto por qué a los historiadores les cuesta tanto tenerlo en cuenta y miran para otro lado cuando hablan, por ejemplo, de las causas de la caída de Grecia y Roma.
Europa tuvo siempre un número elevado de solteros. Los recursos de una familia a menudo no permitían que todos los hijos accedieran al matrimonio. El Ejército y la Iglesia recogían en su seno buena parte de ese excedente de solteros. El resto quedaba formando parte de un tipo de familia extensa, que era un modelo habitual. Y sucedió que la población europea, que había ido aumentando durante el siglo XIII, se redujo drásticamente a consecuencia de la peste que asoló el continente a mediados del siglo XIV: redujo la población entre un 30 y un 60 por ciento, según unos autores, y hasta un 70 según otros. A partir del descubrimiento de América, muchos hombres emigraron y se dedicaron al mestizaje, mientras las mujeres quedaban desoladas.
La familia extensa no era rara en España a mediados del siglo XX, sobre todo en el campo. Yo misma disfruté de una parienta pobre, Angustias Morales, que vivía en casa y que era soltera porque su novio había muerto en la guerra, acribillado por el fuego amigo (jopé, como sería el enemigo), y la gente decía que la pobrecita ya había perdido "el último tren". Pero ella, que hacía de la necesidad virtud, declaraba: "Más vale vestir santos que desnudar borrachos". Era genial, porque me cambiaba las sábanas secretamente cuando me hacía pis, me leía cuentos, hacía postres y enseñaba a leer y a calcetar a las mujeres. Cuando escribíamos la carta a los Reyes Magos, pedíamos para ella un americano con coche, como los del cine.
Queridos míos: A veces es muy duro que los Reyes te traigan lo que pides. Aún me acuerdo de la tragedia que viví cuando se casó, ya cuarentona, con un mejicano muy rico (el condenado). A veces, la vida juega con las personas y, según pierdes el último tren, te subes a un haiga descapotable.