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Florentino Portero

Una Europa desunida ahonda en su unidad

Poner las cuentas en orden y orientar nuestro modelo hacia las exigencias de un nuevo tiempo son las condiciones sin las cuales el edificio no se podrá mantener en pie.

Poner las cuentas en orden y orientar nuestro modelo hacia las exigencias de un nuevo tiempo son las condiciones sin las cuales el edificio no se podrá mantener en pie.
EFE

No parece haber discusión sobre la importancia del reciente acuerdo del Consejo Europeo sobre el Plan de Reconstrucción. Es indudablemente un hito en el proceso de integración del Viejo Continente. Sin embargo, pasados unos días conviene que seamos capaces de ir más allá del análisis de las maniobras diplomáticas previas y de lo finalmente acordado. Precisamente porque estamos viviendo momentos históricos es importante que seamos capaces de entender cómo hemos llegado a este punto y qué consecuencias van a tener para el conjunto de los Estados miembros.

Como ya ocurrió en otros momentos de su historia, sólo una crisis fue capaz de convencer a los Estados miembros de dar un significativo salto adelante. No fueron la utopía, los ideales, los valores tantas veces citados en el discurso oficial, sino el miedo a que el colapso de dos de sus Estados más poblados, víctimas de la nueva crisis económica provocada por el covid-19 y de la mala gestión de sus respectivos Gobiernos, arrastrase tras de sí a la propia Unión. El convencimiento de la magnitud de la crisis los llevó a aceptar la emisión de deuda por parte de la Comisión y la canalización de una cantidad extraordinaria de fondos –como subvenciones y créditos– a los Estados más necesitados. El Marco Presupuestario que tiene que aprobar el Parlamento Europeo antes de fin de año tendrá que tratar de compaginar el salto a una economía verde, los retos de la IV Revolución Industrial, una defensa europea… con una estrategia de recuperación económica inevitablemente ambiciosa. No lo tendrá fácil.

El segundo elemento característico del Plan de Reconstrucción es la desconfianza. La Eurozona requiere para su supervivencia de la asunción de unos criterios comunes en la gestión de las haciendas nacionales. Si bien una única política fiscal parece lejana, sin una fiscalidad coordinada el euro sería inviable. Los Gobiernos de Italia y España, dos economías relevantes en el conjunto de la Eurozona, han hecho gala en los años pasados de una actitud tan irresponsable como inmadura, desaprovechando los días de bonanza para poner la casa en orden. El déficit se ha cronificado, abocando a esas sociedades a sufrir las consecuencias inevitables de vivir por encima de sus capacidades. Los que sí hicieron sus deberes, con el coste que ello conllevaba, tienen toda la razón para desconfiar de quienes hacen gala de desafiar los acuerdos y tratar de vivir a costa de los demás. Para muchos europeos, españoles e italianos más que cigarras parecen garrapatas dispuestas a sorber sus ahorros. El resultado ha sido la aprobación de un conjunto de mecanismos para garantizar el buen uso de esos fondos, que tendrán que pagar el conjunto de los europeos. El dinero no está garantizado si no se siguen las instrucciones al pie de la letra.

La desconfianza lleva a la incertidumbre sobre la viabilidad de un futuro en común. Si sociedades como la italiana o la española están dispuestas a seguir viviendo por encima de sus posibilidades, si no asumen un correcto equilibrio entre derechos y deberes, ¿qué futuro le espera a la Unión? De ahí la voluntad, explícita en los acuerdos, de forzar a aquellos países remisos a poner sus cuentas en orden, realizar las reformas estructurales necesarias y orientar sus economías a los retos de la IV Revolución Industrial. Es, de manera inequívoca, un ejercicio de despotismo ilustrado, poco respetuoso con la voluntad libremente expresada por los votantes…, pero o logramos la necesaria cohesión fiscal o la Unión se enfrentará a una crisis existencial.

Los Estados miembros han aprendido de la Gran Recesión y del Brexit que la época que emerge exige de nosotros mayor unidad. El tamaño cuenta y ninguno de los Estados miembros, ni siquiera Alemania, puede hacer frente a las nuevas circunstancias en soledad. Sin embargo, es comprensible que el euroescepticismo crezca entre nosotros, no porque el proceso carezca de sentido sino porque algunos Estados miembros actúan de manera irresponsable, poniendo en peligro el bienestar general. Siempre ha habido resistencias al proceso, derivadas del sentimiento de tribu, del provincialismo, del miedo al cambio, o de diferencias culturales. Si ahora esas resistencias están creciendo se debe tanto al vértigo que produce un cambio de época como a la comprensibles dudas e irritación que provocan algunos comportamientos.

La Unión es el resultado de un proceso que hunde sus raíces en el período de entreguerras y que puso las bases políticas y económicas para que Europa viviera el período de mayor prosperidad, libertad y justicia social conocido. Ese mundo ya es historia. En esta nueva época la Unión debería ser el fundamento de nuestra adaptación, para seguir manteniendo y desarrollando esos logros. Poner las cuentas en orden y orientar nuestro modelo hacia las exigencias de un nuevo tiempo son las condiciones sin las cuales el edificio no se podrá mantener en pie. Aun así, no será suficiente. Habrá que dotar de un renovado espíritu al proceso, pero de eso nos ocuparemos en otra ocasión.

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