Ana Julia Quezada, presunta asesina del niño Gabriel, ha escrito al juez para que su expareja, Ángel, padre del niño, no se ponga en contacto con su familia para decirle que si la ayudan están ayudando a una asesina. Cuando uno escribe al juez, no se puede esperar nada bueno. Ana Julia revela esa clase de egotismo que la hace centro del universo a sus propios ojos. Ella tuvo que ver con aquello que "le sucedió al niño" pero nadie tiene derecho a informar a su familia, especialmente si es a la parte que le manda peculio para sus gastos en prisión.
Ana Julia podría ser declarada del grupo de los peores criminales de todos los tiempos, que son los asesinos de niños. Pero eso no parece preocuparle en exceso. En la cárcel, ella se maneja bien. Nada más llegar hizo coro de reclusas. Lleva su rutina, hace ejercicio y fuma. Eso que tan difícil resulta para tantos adictos españoles, pero que los presos ejercitan en espacio oficial sin mayores problemas.
Ha transformado, pues, la prisión en un espacio de confort. Está defendida del mundo. Allí hay mucha gente que tiene que sobrellevar lo suyo y Ana Julia ha demostrado que tiene conchas suficientes para escudarse desde que presuntamente hizo desaparecer al niño e intervino en su búsqueda intentando despistar a los guardias, hasta que finalmente fue sorprendida con el cadáver en el maletero del coche, mientras hablaba por teléfono sin alterarse en aquel viaje funerario. Ella elabora un discurso que la pone a salvo de la depresión, aunque no de la contrariedad.
Porque Ana escribe al juez para quejarse de una contrariedad. Entiende que su expareja se sienta herida, pero, según ella, su señoría debería impedirle que predisponga en su contra a su familia, madre y hermanos, y a su sobrina, precisamente la que regularmente le manda dinero para que su vida sea más fluida entre barrotes.
En la carta al juez no hay ni una frase de arrepentimiento verdadero. Escribe para que dejen de "acosarla", algo que atribuye a sus víctimas, y espera confiada que su señoría no tenga otra cosa que hacer que reconvenir a quien informa a la familia del verdadero carácter de sus acciones. Su expareja, Ángel, loco de dolor aquellos días de búsqueda del pequeño, convivía con Ana Julia, en el mismo dormitorio. Es decir, la presunta asesina que tenía el cadáver de su hijo semienterrado en la finca que nadie fue a registrar hasta que se convirtió en la única sospechosa le consolaba y compartía sus horas más difíciles, hasta que fue detenida.
Hoy, Ángel, quiere que al menos las que pudieron ser su suegra y sus cuñadas sepan con quién se juegan los cuartos. Para la reclusa es una injerencia intolerable en su derecho a ser protegida, derecho que ella no respetó presuntamente en el niño, ni en sus padres.
La carta de la presunta asesina, en su simpleza, mezquindad y redacción desvergonzada, resulta vomitiva. La dirige al juez justo en los días en los que se le comunica que será juzgada por un juzgado popular. Algo que al parecer a ella le complace porque confía más en la buena voluntad de los legos que en la ciencia jurídica de los jueces de carrera. Y sin embargo, pese a que la voluntad de los padres del pequeño era que no querían que se le aplicara la pena de prisión permanente revisable, le van a pedir la pena máxima por considerar que los actos que presuntamente ha cometido cumplen todos los requisitos.
Si resulta culpable, y hay pruebas más que sobradas para ello, entre otras cosas porque fue sorprendida in fraganti transportando el cuerpo de Gabriel, pasará lo que le quede de vida en la cárcel. Es una mujer joven, pero acumula una rica experiencia de hombres que han sufrido por su causa, y hasta el detalle insólito que denuncian los familiares de uno de ellos, que, pese a que la culpan del desastroso final, tuvieron que pagarle el implante de mamas de silicona. Que no descarten una nueva misiva al juez de las que producen arcadas.