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Francisco Pérez Abellán

Chella

Nadie pudo proteger a Vanesa, la joven de quince años asesinada por su vecino de veinte. Ha llegado el momento de pedir responsabilidades.

Un pequeño pueblo valenciano. Apenas dos mil quinientos habitantes. Un joven señalado como violento y maltratador por una antigua novia. Una sociedad cerrada y volcada sobre sí misma y sin embargo imposible para estar advertida. Nadie pudo proteger a Vanesa, la joven de quince años asesinada por su vecino de veinte. Ha llegado el momento de pedir responsabilidades, que son políticas.

Un país con dos décadas de lucha improductiva y fracasada contra la violencia de género. Muertes y maltrato casi cada día y la incapacidad para cambiar las cosas. Políticos que han gastado mucho, han creado observatorios ineficaces en una labor de teje y desteje, han empleado a tránsfugas porque, total, para esto de los sucesos vale cualquiera. Veinte años después, las cosas están peor, aunque la labor de maquillaje lo disimula.

Veo a las niñas quinceañeras con sus boquitas pintadas, el carmín rouge sobre la flor de sus labios, mujercitas que disfrutan y sufren lo mejor y lo peor de una cáscara vacía, una sociedad que juega a la civilización mientras actúa con ligereza y la hipocresía de un país fementido. Una nación sin referencias morales donde se favorece a los delincuentes.

Todo el mundo en Chella sabía que el presunto asesino confeso había sido denunciado por su expareja cuando ambos eran muy jóvenes. Pero no sirvió de nada. El chico campaba a sus anchas y quizá su fama de malo solo había aumentado su atractivo. Las chicas en flor no saben que hay determinados tics que pueden advertirles para que no se casen con su asesino y ni siquiera se acerquen a él. Pero nadie ha hecho la necesaria labor de pedagogía, porque aquí no se reconoce el mérito. Basta con una campaña de publicidad. Cuatro televisivos lo gritan muy alto.

El poso que queda es que hay una delincuencia masculina y otra femenina, cosa que es mentira. La delincuencia es lo mismo para hombres y mujeres y las leyes deben ser iguales para todos. No obstante, la cosechadora de votos hace las distinciones que le conviene, aunque eso fragmente y divida a la sociedad. Y cause dolor. Las niñas de quince años no son advertidas ni tuteladas, y si dicen que van a pasar la noche con una amiga en su casa, quedan enseguida libres para irse con su asesino, si es el caso. Que lo es. La tragedia de Chella debería ser la tumba del maltratador. El fin del eslogan, el comienzo de un trabajo constante por la educación y la prevención. Quizá nuestros políticos sean incapaces. Llevan dos décadas fracasando. Ni siquiera son solventes para reconocer la criminología aplicada, el saber contra el crimen.

El legislador tampoco actúa, ni mejora, ni actualiza, ni acierta. Los daños directos y colaterales son horrorosos, el número de muertes se marca con el teléfono al que hay que llamar si se cree estar acosado por la violencia de género, pero por desgracia no cambia nada. Si acaso parece que con eso las autoridades cumplen. Tal vez tranquilice sus conciencias pero no nos quita el miedo. La delincuencia no se combate adecuadamente: en el Parlamento apenas hay nadie experto en el asunto. En este tiempo de cambios quizá los nuevos gobernantes acierten por casualidad. No cabe esperar otra cosa porque no se percibe voluntad política; ni siquiera preocupación. Cada día en los periódicos despoblados de noticias alumbran los charcos de sangre del asesinato de una mujer a manos de su pareja. Enseguida un coro de lamentos tan hueco como las leyes obsoletas.

Tampoco tienen definido de qué va esto. Hasta se atreven a decir que lo de Chella no es violencia de género porque los chicos no eran pareja. A ver si se enteran de cómo van las relaciones entre los jóvenes. Que lean los mensajes de la chica asesinada disfrutando de su conquista. Son pareja si así se consideran, es maltrato cuando la pareja tortura, y violencia de género cuando uno de los dos tiraniza al otro. En Chella debería morir la impunidad, y los políticos tomar impulso. Quizá pedimos demasiado.

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