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Francisco Pérez Abellán

El duelo discontinuo

El misterio de las casas habitadas por cadáveres. Familias que acampan en el salón junto a sus seres queridos muertos.

El misterio de las casas habitadas por cadáveres. Familias que acampan en el salón junto a sus seres queridos muertos. Los familiares inician la ceremonia del adiós pero la suspenden en la creencia de que el fallecido no está muerto o que puede revivir, provocando el duelo discontinuo. Ha ocurrido dos veces en muy poco tiempo, en zonas urbanas y bien comunicadas. El último caso ha sido en Gerona. Una familia de afroamericanos que solo habla inglés, aislados y doblados sobre sí mismos. Entre uno y tres meses comiendo y durmiendo junto a la cama en la que habían depositado al niño muerto de siete años, envuelto en sábanas y mantas. El padre, ingeniero, de carácter dominante, recluye a toda la familia. La esposa y dos hijos adolescentes siguieron sin rechistar las instrucciones del patriarca. Apenas salían del domicilio y desconectaron completamente del entorno. ¿Cómo es posible?

El asunto es muy similar al ocurrido en 2010, también en enero, como si fuera este un mes fatídico, en San Martín de Valdeiglesias, a 70 kilómetros de Madrid. Una familia de Taiwán, igualmente convicta de su propia alucinación. Los padres y cinco hijos vivían aislados en un chalet. Los supervivientes fueron encontrados sucios y desnutridos tras convivir durante varias semanas con tres miembros de la familia muertos: el padre, un niño de cuatro años y una niña de doce. La madre estaba semiinconsciente y los otros tres hijos se habían encerrado rompiendo con el mundo exterior.

Se trata de dos familias extranjeras que no acaban de adaptarse a la nueva realidad. Un episodio desgraciado ante el que reaccionan enquistándose en el propio ombligo como si se tratase de una práctica animista o un extraño ritual. Fascinante. Casos muy iguales, pese a la distancia en el tiempo y en kilómetros. Afroamericanos y chinos, con dificultades para integrarse en la tierra prometida, que sufren un mismo percance. Lo primero que se averigua es que lo que les afecta no son muertes violentas u homicidas. El padre chino y sus hijos parece que murieron de una intoxicación alimentaria, y el niño de Gerona de una crisis respiratoria al agravarse su asma. Y entonces, ¿por qué reaccionan como si pensaran lo mismo? ¿Y por qué no llaman al médico? En el caso de los americanos, trataban al pequeño con preparados biológicos y productos homeopáticos.

En un mundo frívolo, en la era de la Comunicación, la floración de la TV, los teléfonos móviles e internet, las dos familias, afros y chinos, vivían en la más tremenda soledad, en el corazón de la civilización como si estuvieran en la jungla o en medio de un glacial, incapaces de pedir auxilio o de comunicar su desgracia. Simplemente no creían que la ayuda pudiera venir de fuera. Hay aquí mucho de fatalismo y superstición pero nadie les tendió la mano.

En el colmo de la deshumanización, en nuestro país pasan cosas tan extrañas que nunca se aclaran. Los de Taiwán fueron descubiertos porque los niños faltaban al colegio, y los de Detroit porque no pagaban el alquiler. Lo curioso es que no era por dinero sino por incapacidad para relacionarse. Estas familias, azotadas por la muerte, descreídas de los valores de la civilización, son un síntoma aterrador de materia descompuesta.

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