Menú
Gonzalo Altozano

La segunda Transición de Ciudadano Rivera

En la comparación con Suárez sí se siente cómodo Rivera, que ya se ve como piloto de una segunda Transición.

En la comparación con Suárez sí se siente cómodo Rivera, que ya se ve como piloto de una segunda Transición.
EFE

Colas y reformas en un día de playa. Colas como la del sábado 7 de noviembre en el Palacio de Congresos de Cádiz solo se ven en la ciudad los domingos de fútbol en el Carranza o en la oficina del INEM los días que toca sellar la cartilla del paro. El prodigio lo obró Albert Rivera, con la dificultad añadida de que hacía un sol que daban ganas de bañarse en la playa, en cualquier playa, incluida La Caleta. Por otro lado, la cercanía del recinto con el puerto donde fondean los grandes cruceros europeos y no solo europeos invitaba a la metáfora facilona y un tanto forzada de que lo que Rivera proponía en Cádiz era un viaje a la libertad, o al futuro, o a algún otro destino así. Pero la realidad siempre es más prosaica y, sobre todo, menos cursi: el de Ciudadanos presentaba su propuesta de reforma institucional.

Marcianos en doble fila

Un enorme toldo naranja, llamativo como un icono de Google Maps en la pantalla del móvil, indicaba que aquella era la cola y aquel era el lugar. Y si quedaba alguna duda ya se encargaban de disiparla unos amables naranjitos cortados todos por el mismo patrón y vestidos en El Ganso. Apenas había autobuses aparcados a la puerta, lo que significa que no es Ciudadanos un partido con un bien engrasado aparato de congregación de gentíos ni parece su líder necesitado de adhesiones inquebrantables, al menos de momento. Lo que no se vio fueron naves espaciales en doble fila. O sea, que la gente que acudió a lo de Cádiz era bastante normal y corriente; tanto, que te hacían dudar de si el raro, el marciano, no serías tú.

Kichi ni estuvo ni se le esperó

En algún momento, y ante el éxito de convocatoria, Kichi debió de fantasear con la posibilidad errónea de enviar a los antidisturbios o añorar incluso la entrañable figura del gobernador civil. Pero no es el de Ciudadanos un público contra el que sea preciso cargar. Es, ante todo, un público amable, que no te afea que de camino al último puesto de la cola te pares a la mitad para saludar a un conocido y ya te quedes ahí. Es también un público urbano, que trimestre tras trimestre ocupa en la EPA las casillas de ocupados y activos, ciertamente preparado y con el cuajo político suficiente para aplaudir la derogación de la disposición adicional cuarta de la Constitución, esa que contempla la anexión de Navarra al País Vasco, lo que desde un punto de vista histórico sería un disparate de la misma magnitud que anexionar un reino a la nada.

Agotadas las localidades

En el imaginario crucero a la libertad, o al futuro, o a algún otro destino así, la mitad del pasaje se quedó en tierra. Que no pudo entrar en el auditorio, vaya. Esto de contratar espacios de aforo por debajo de las expectativas es un viejo y rentable truco publicitario. No es lo mismo leer en la crónica del día siguiente que no cabía un alfiler que leer que hubo más gente fuera que dentro. Rivera, eso sí, salió a saludar a los menos madrugadores, lo que muchos tuvieron por gentileza y otros, pocos, por paripé. Lo hizo antes de hablar, que después le iba a ser imposible, sabedor de que le tocaría someterse a una larguísima sesión de selfies.

Una improvisación largamente trabajada

Los que se quedaron fuera pudieron seguir el acto desde una enorme pantalla de televisión que el equipo de Ciudadanos había instalado allí urgido por la improvisación, o eso dijo Rivera. Improvisación en la que, seguramente, habían trabajado todo la noche, la misma medida de tiempo, por ejemplo, que Winston Churchill empleaba en improvisar sus discursos. Pero no es con sir Winston con quien le gustaría a Rivera que le compararan, sino con uno de aquellos diputados de las Cortes de Cádiz, venidos algunos del otro hemisferio, hace ya dos siglos.

Ciudadanos 'made in Silicon Valley'

De alguna manera, y en ocasiones, de donde Rivera parece llegar es de un futuro muy lejano, del planeta TEDx, por ejemplo, con uno de esos micrófonos inalámbricos como erupciones cutáneas y el dominio de las tablas del que te está presentando el nuevo iPhone 7 o el 8. Y no solo él se da estos aires tan Silicon Valley, también su partido, por cuyos horizontes lejanos, ojo, puede estar colándosele lo peor, incluso por la rendija de las primarias, que Rivera quiere hacer obligatorias al resto de partidos. ¿Y no ha pensado este antiguo alumno de Esade que lo que los partidos quizá necesiten sea un riguroso proceso de selección, como al que tuvo que someterse él para entrar a trabajar en La Caixa? Lo que se ahorraría Ciudadanos en detectives que husmeen en el pasado de los nuevos candidatos.

"¡Presidente!", "¡Más caña!", "¡No se oye!"

Pero no viajó Rivera a Cádiz para presentar el nuevo iPhone 8 o 9, sino una agenda de reformas para España, algunas de las cuales, es verdad, sonaban de una ingenuidad tal que diríanse sacadas del discurso de un campeón universitario de oratoria. Por ejemplo, la de que la relación entre representantes y representados ha de ser una relación de puertas abiertas. ¿Ignora el de Ciudadanos que los únicos que le pedirían cita serían los pesados que en los mítines le interrumpen con gritos de "¡presidente!" o "¡más caña!" o "¡no se oye!", pesados a los que, por cierto, Rivera trata con un cada vez más indisimulado y merecido desprecio? La mayoría de los que voten por él no lo harán por medidas así. En Cádiz, por ejemplo, las promesas que se llevaron los aplausos fueron otras.

Yo suprimo, tú suprimes, él suprime…

La primera ovación de la mañana llegó con la promesa de suprimir el Consejo General del Poder Judicial, órgano cuyas siglas suenan a robot averiado de La Guerra de las Galaxias. El turista despistado bien pudo preguntarse qué antiguo agravio tendría la ciudad de Cádiz contra el CGPJ. Hasta que le llegó el turno a las diputaciones y al Senado y ya no cupo duda de que lo que el público aplaudía era el verbo suprimir, en cualquiera de sus conjugaciones. Rivera había tocado la tecla de una ciudadanía harta de que con sus impuestos otros vivan por encima de sus posibilidades.

Bien, pero…

La acogida del discurso de Rivera, en general, fue buena. Hubo, eso sí, quien más que una agenda de reformas hubiera preferido una empresa de demoliciones, la voladura controlada, por ejemplo, del Estado de las Autonomías, ente que no se halla a una distancia equidistante entre la administración local y la estatal, sino en la estratosfera. Pero insatisfechos no solo los hubo en lo que toca al redundante terreno territorial, sino en muchas otras cuestiones, donde el de Ciudadanos se mueve –y qué bien se mueve– en la indefinición.

Lo máximo que España puede permitirse

Lo que sus críticos quizás no sepan es que la indefinición es la principal táctica y la principal estrategia electoral de Rivera en su camino a La Moncloa. O como dijo Enrique García-Máiquez a la salida de lo de Cádiz: Rivera es lo máximo que España puede permitirse. Uno no le prestó atención a Máiquez, o hizo que no le prestó atención, con el secreto propósito de que el articulista no utilizara la idea en su columna del día siguiente en el Diario de Cádiz. Y una vez comprobado que no, que no la utilizó, que la frase queda libre de derechos de autor… Rivera es lo máximo que España puede permitirse. Que no es poco.

Recién salidos de la ducha

Que las comparaciones son odiosas lo sabe Rivera cuando le comparan con Pedro Sánchez, con ese aspecto los dos como de recién salidos de la ducha, de la ducha del gimnasio. Los paralelismos, sin embargo, acaban ahí. El olfato político de uno y otro no resistirían una comparativa, como cuando tras el hundimiento de UPyD Sánchez se apresuró a rescatar a Irene Lozano (el que no la conozca que la compre) mientras Rivera hizo lo propio con el muy aprovechable Sosa Wagner, quien, por cierto, se sentó en la primera fila de lo de Cádiz, como miembro del equipo de expertos de Ciudadanos, que dirige Garicano.

La sabiduría de una galletita china

Justifica Rivera su apoyatura en tanta masa gris en que un presidente no tiene por qué saber de todo, con lo que echa por tierra la recién extendida teoría de que para llegar a La Moncloa es preciso ser tertuliano. Y en un muy bien planeado reparto de papeles, los técnicos hacen los números y Rivera les pone letra, los traduce a lenguaje coach, consumidor como es de la sabiduría que se encierra en las galletitas chinas. Poco le importa que le echen en cara su declarada falta de lecturas. ¿No era acaso eso de lo que acusaban a Adolfo Suárez, de solo haber leído un libro en su vida, y no hasta el final? Porque en la comparación con Suárez sí se siente cómodo Rivera, quien ya se ve como piloto de una segunda Transición.

Temas

En España

    0
    comentarios