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STALINGRADO

La locura compartida

Se ha cumplido el 60 aniversario de la gran batalla de Stalingrado que tras 200 días de combates sin tregua acabó en una desastrosa derrota de las fuerzas nazis. Esta batalla cambió el rumbo de la confrontación ruso-alemana. Fue uno de los enfrentamientos más sangrientos de los dos regímenes más fanáticos del siglo XX: el nazi-fascismo y el comunismo.

Fue la fragrante demostración de la locura tanto de Hitler como de Stalin. El primero, en su afán de conquistar espacios geográficos, no se dio cuenta de la escasez de recursos para realizar sus paranoicos planes. El segundo, no dudó en sacrificar a millones de sus ciudadanos para defender la ciudad de Stalingrado sólo porque llevaba su nombre. Según la orden número 227, cualquier destacamento que intentara retirarse por no aguantar los ataques del enemigo, debía ser aniquilado inmediatamente por los comandos especiales, sin juicio ninguno.

La misma locura reinaba en las filas alemanas. En la última semana, antes de rendirse a los rusos, los tribunales militares condenaron a muerte a 300 soldados precisamente por su intento de abandonar las filas. Pero lo peor de todo fue el empeño hitleriano de no retirarse de Stalingrado rompiendo el cerco. Y eso a pesar de la insistencia del comandante del Sexto Ejército, mariscal Von Paulus. Hitler prohibió asimismo rendirse a sus tropas condenadas a la derrota. La orden del “fuhrer” fue luchar hasta el último soldado.

La batalla tuvo dos etapas. La primera empezó a mediados de julio de 1942 y fue muy favorable a los nazis. Se hicieron prácticamente con toda la ciudad. Stalin trajo a la zona a un millón y medio de sus soldados. Su operación fue secreta y los alemanes no se dieron cuenta del desplazamiento masivo de las tropas rusas. Estas últimas fueron reforzadas con más de mil aviones de combate, centenares de tanques y piezas de artillería. El 23 de noviembre la ciudad fue cercada. Los rusos aislaron al Sexto Ejército (unos 250.000 efectivos) del resto de las tropas del Wehrmacht. No obstante, Hitler intentó todavía salvar a sus militares: mandó las columnas blindadas del mariscal Manstein a romper el bloqueo de Stalingrado. El intento fracasó ya que Manstein no tenía suficientes fuerzas para cumplir su misión.

Mientras tanto, la cosas iban de mal en peor para los alemanes. Se les acabaron los víveres, medicinas y municiones. Tampoco tenían con qué calentarse: las temperaturas oscilaban entre los 20 y 30 grados bajo cero. Además, los rusos les bombardeaban día y noche. En enero de 1943, el último mes de la resistencia, los soldados alemanes recibían al día sólo unos 200 gramos de pan. Muchos estaban heridos o enfermos. Más de la mitad de los 250.000 alemanes murió en combates y bombardeos. Unos 92.000 se rindieron el 3 de febrero de 1943 a pesar de la prohibición de Hitler. Entre los que se entregaron estaba el propio Paulus y 24 generales nazis.

El cautiverio no salvó a los prisioneros. Sobrevivieron sólo unos 5.000 alemanes, la mayoría oficiales, ya que los rusos les alimentaban mejor. Casi todos murieron de frío y de hambre en los primeros días tras la capitulación. Y es que los vencedores no se preocuparon mucho de los prisioneros. Todavía no se sabe si es que no quisieron o no pudieron hacerlo por falta de medios. A los alemanes les obligaban a caminar unos 30 kilómetros al día con temperaturas muy bajas y sin alimentos. Luego les transportaban a Siberia en vagones de ganado sin ningún tipo de calefacción. Por supuesto, para los vencidos tampoco existían los medicamentos. Centenares de prisioneros fueron utilizados para limpiar de minas Stalingrado. Pocos salieron vivos de esta operación.

Entre los que pudieron regresar a su casa tras la guerra estuvo el mariscal Paulus. Stalin, al parecer, tenía una cierta simpatía hacia él. El preso vivía en una casa de campo en las cercanías de Moscú y hasta pudo ir a un balneario de Crimea para mejorar su salud. Se hizo miembro de la Unión antinazi de oficiales alemanes y del comité “Alemania Libre”, ambas organizaciones patrocinadas por los rusos. Participó en el Tribunal de Nuremberg como testigo. Y terminó su carrera trabajando de inspector de policía en la República Democrática Alemana.
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