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LA POLÍTICA, A PESAR DE TODO

Religión a lo cívico

No hay que admirarse ni embobarse ante lo que nos está pasando en España. Estas son las cosas que trae el socialismo utópico, el tercermundismo procastrista y el republicanismo de la vieja/nueva izquierda que ahora nos manda por la gracia de Alá y sus servidores, para desgracia de los infieles cristianos. Aquella triple alianza emprende la reedición de una Reconquista en la Península Ibérica, pero al revés. Para ello enarbolan un ideario multiculturalista, cívico y progre como nueva religión: la religión cívica. Para erigir los nuevos ídolos deben derribar a los ya existentes.

No hay que admirarse ni embobarse ante lo que nos está pasando en España. Estas son las cosas que trae el socialismo utópico, el tercermundismo procastrista y el republicanismo de la vieja/nueva izquierda que ahora nos manda por la gracia de Alá y sus servidores, para desgracia de los infieles cristianos. Aquella triple alianza emprende la reedición de una Reconquista en la Península Ibérica, pero al revés. Para ello enarbolan un ideario multiculturalista, cívico y progre como nueva religión: la religión cívica. Para erigir los nuevos ídolos deben derribar a los ya existentes.
Son las cosas del creer, de la regeneración política española y del nuevo orden mundial liderado con supino idealismo trascendental por el brazo incorruptible de José Luis Rodríguez el Desnortado. Como no sabe de Historia (ni de Economía ni de nada: sólo tiene grabada en su frente, cada día más despejada, la portada del libro de Petit: Republicanismo) cree estar llamado a derribar el Antiguo Régimen e instaurar el estado de lo moderno, sin advertir que en Occidente la modernización comenzó hace cinco siglos, y que ahora le toca el turno a los países musulmanes y en vías de desarrollo. Está desorientado. En su desatino, no comprende, por ejemplo, que a la Cuba de Castro uno no va; que de Cuba se huye. En su delirio, confunde a Aznar con Luis XVI. Y en su arrebato revolucionario afrancesado démodé, y en plan alonsanfán, blande la bandera tricolor y chapurrea algo que parece querer decir: Aux armes, citoyens! Formez vos batallons!
 
¿Dónde está el frente? No sabe. Desde luego, ni en Marruecos, ni en Haití, ni en Costa de Marfil, que son países hermanos bajo el cielo protector de Mohamed VI, Lula da Silva y Chirac, los nuevos aliados. El enemigo principal está en España, vota a la derecha, habla español y practica la antigua religión católica de castellano viejo. Por si alguno no se ha enterado aún de qué va esto, debe saber que la actual camarilla socialista en el poder es, en efecto, la heredera del felipismo, cuyos cadáveres exquisitos están ahora saliendo del armario y subiendo a la superficie. Pero su inspiración —vamos a decir— intelectual, ya no procede del guerrismo folclórico, del obrerismo decimonónico y del veterano aparato del partido. Sus actuales ideólogos, sus consejeros y ayudas de cámara, ejercen preferentemente en las universidades, en gabinetes profesionales y en los media, todos ellos —y ellas— magníficamente situados, habilitados y privilegiados en sus despachos, en gran medida, por la merced y la condescendencia dispensadas por las políticas educativas y de comunicación del PP cuando estaba en el Gobierno.
 
De esos templos salen los oráculos, el prontuario y la hoja de ruta que marcan la agenda del actual Gobierno. No de los sindicatos de clase ni de las Casas del Pueblo ni de los añejos ateneos. Hoy no es Pablo Iglesias quien mueve las prensas y las imprentas. No son las Memorias de Adriano ni el Juan de Mairena los libros de cabecilla de los líderes del vigente socialismo en acción. Son departamentos universitarios y espacios académicos, comités en lucha de emisoras de radio macuto, redacciones agitadas de cadenas de televisión, poderosos bufetes de abogados, directivos de empresas adictos a la subvención, funcionarios adheridos a las instituciones y, en fin, consejos de redacción y editoriales de los periódicos de papel, las capillas que rigen la destilería de las nuevas vanguardias ebrias de republicanismo, retroprogresismo y “humanismo cívico”. Ya no se trata de comandar la vanguardia del proletariado sino de tocar poder y hacer caja a cargo del Estado y de los contribuyentes. Según este evangelio cívico, sólo se salvan los ciudadanos activos, comprometidos y movilizados. Pero sumisos a la fe del Jefe.
 
Los productos estrella, los reglamentos y leyes que emanan del Consejo de Ministros y del Congreso de los Diputados, en relación con la igualdad de cuota entre sexos, el matrimonio homosexual y su derecho a la adopción, la gratificación al cine español por los favores recibidos en campaña (contra la guerra), la experimentación con células madre, la privatización y digitalización con plus de radiotelevisión española, la mutilación del Archivo de Salamanca, la unidad de la lengua en los Países Catalanes, y, en fin, las medidas contra el “machismo criminal” y la violencia “de género”, no creo que aviven el seso y despierten el levantamiento de los rudos trabajadores de Izar y Explosivos Riotinto, los recios agricultores castellanos o los curtidos pescadores de las rías gallegas.
 
Tampoco procede de estos segmentos de trabajadores, ni de la mayoría silenciosa de las clases medias, la obsesión gubernamental y de la militancia socialista por acosar a la religión católica. Nace, ciertamente, del anticlericalismo y anticatolicismo contumaz, de su afán de revancha y su sectarismo arrollador, pero su estímulo y autoría intelectual emana de la denominada “religión cívica” que ha reeditado la actual intelligentsia socialista, quien ha debido al efecto desempolvar a su gusto e interés el republicanismo de Maquiavelo, Rousseau y Robespierre (pero también, no se olvide, de Lutero y Cromwell), y el politicismo agresivo del teórico derechista y funcionario del gobierno nazi, Carl Schmitt, por citar sólo a algunos referentes. La “religión cívica” aspira a sustituir al cristianismo en la guía espiritual de la comunidad, no porque anhele una sociedad de individuos justos, moderados y apacibles, sino otra formada por ciudadanos activos, participativos y a pie de calle, estimulados por otra fe, la que ilumina los denominados “valores de progreso”. Para consumar el cambio, han de infiltrarse y dominar las instituciones políticas, los púlpitos cívicos. Esa fe cívica está, pues, altamente politizada, y se despliega y “legitima” mediante la violencia y la coacción institucionales generadoras de igualdad. Su propósito es también armar un ideal de fraternidad no vinculado al amor ni al interés racional (debilidades del cristianismo y el liberalismo, respectivamente) sino por una dedicación permanente a la política (fortaleza del participacionismo). ¿Dónde queda la libertad?
 
La “religión cívica” cumple un programa estricto de reordenación social e ideológica y de re-moralización de la ciudadanía. Algo así como una reeducación en la que el hombre nuevo (el neo-citoyen) venere la ley, obedezca a las instituciones y siga el dictado de sus líderes y guías “espirituales”. He aquí el modelo totalitario de Robespierre, Lenin, Mao, Ho Chi Min y Castro. Para su ejecución, la principal tarea consiste en abatir a la competencia, la cual en las sociedades occidentales responde al nombre de cristianismo. Escribía Rousseau en el siglo XVIII, a propósito de su proyecto para la constitución de Polonia, que la idea revolucionaria social era emplear la “fe republicana” para transformar radicalmente el suelo nacional “en algo sagrado a través de ritos frívolos”. Hoy se diría que por medio de filmes que glorifiquen la eutanasia u oficiando matrimonios entre homosexuales. O escenificando “bautizos civiles”.
 
La “religión cívica”, enmarcada en el programa ciudadanista-republicano, apuesta por una vía de politización, socialización y movilización general de las sociedades desde una perspectiva intervencionista, coactiva y totalitaria, en la que la distinción entre lo privado y lo público, lo individual y lo colectivo —por citar sólo dos casos—, se diluyen. Su propósito pasa en estos momentos por atacar y hacer desplazar a la religión católica de las sociedades occidentales, con la ayuda de otros credos que pretenden el mismo objetivo: el fin del modo de vida occidental. Hoy, independientemente de creencias, devociones u observancias personales, cualquier ciudadano libre, creyente o agnóstico, practicante o laico, está llamado a una misma causa: la libertad y la continuidad de las sociedades abiertas.
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