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ZP Y EL EJE FRANCO-ALEMÁN

Un amor no correspondido

Volvemos a Europa, ¡chupi!, por la puerta grande y de cabecita al eje franco-alemán, como unos señores. Como si se tratara de un club social abierto a todo cristiano que lo pida. Este planteamiento electoral es tan burdo que toma por idiotas a los electores. Como si el ratio de cortes de mangas/semana que nos han lanzado los interesados desde el 14 de marzo no fuera suficientemente expresivo de lo contrario.

Ejercicio que se inscribe en la tradición del PSOE de embrutecer a los electores en lugar de educarlos, en un partido que ha quedado tan vacío de contenido por la historia que sólo le queda la dinámica del enfrentamiento. El slogan de Borrell no es más que un arma arrojadiza en forma de reproche, que es lo único que son capaces de articular desde que han llegado. Si Aznar consiguió los equilibrios de Niza estando fuera de Europa, la bandera europea nos la ponen roja y gualda si llegamos a estar dentro.
 
El exclusivismo del eje franco-alemán sólo se entiende conociendo su origen, que tiene unas bases mucho más hondas y nobles de las que sus propios componentes exteriorizan a día de hoy. Punto de partida que es muy desconocido, en tanto que solo se recuerda su solemnización en el Tratado de 1963, pero se olvida su génesis en la crisis de Berlín de 1958. Acontecimientos que no sólo derivaron en la amistad entre galos y germanos, sino que en último término condujeron al muro de la vergüenza como efecto adverso.
 
En aquellas fechas el gran problema de la Alemania socialista era que se estaba quedando vacía de alemanes que huían a diario al infierno capitalista por el coladero berlinés. Al tiempo que la intelectualidad europea aún defendía que en cosa de años la RDA superaría en producción industrial a la RFA, como suena, lo cierto es que la primera se estaba desmoronando demográfica y económicamente.
 
Ante esa perspectiva, Kruchev lanzó un envite endiablado amenazando con ceder a la RDA, no reconocida por el mundo libre, el control de su sector de Berlín. Propuesta que dejaba a Adenauer en una posición imposible por cuanto que viabilizaba una reunificación de Alemania a cambio de su neutralidad y de la retirada de las fuerzas occidentales. Una "finlandización" nada menos que de Alemania, catastrófica par la OTAN, pero defendida en aquellos tiempos por el inefable SPD. Ordago que dejaba al viejo canciller en una situación indefendible frente a sus compatriotas, auguraba su muerte política y, en último término, el fin de la entonces incipiente construcción europea.
 
Para su amarga sorpresa, cuando volvió la mirada angustiada a sus aliados a los que había servido estoicamente y casi en solitario, se encontró con que americanos y británicos estaban dispuestos a sentarse a negociar lo innegociable. Ni Harold Macmillan fue un premier a la altura de las circunstancias, ni el Departamento de Estado capitaneado por Dulles destacó por su clarividencia. Así las cosas, Adenauer vio llegar su salvación de donde menos las esperaba, del enemigo hereditario. Un De Gaulle recién llegado al poder tras la crisis/golpe de Argel de mayo de 1958 lanzó a los soviéticos el mensaje de que Francia consideraría la cesión de poderes al Berlín oriental como un "casus belli", vetando cualquier transacción en su calidad de fuerza ocupante.
 
Este exabrupto del General, frustró la estrategia de Moscú dejando con el paso cambiado a unos pusilánimes anglosajones, pero ganándose el reconocimiento eterno de Adenauer, y la pasión de muchos alemanes hacia quien había protagonizado la resistencia contra ellos pocos años antes. Por si fuera poco, como recordaría maliciosamente Kissinger, De Gaulle no murió insatisfecho, porque Alemania no se reunificaría durante su vida (*).
 
En cuanto a Kruchev, el fracaso de su apuesta berlinesa le dejó sin otra opción que la de levantar pocos años después un muro que cerrase la sangría humana de alemanes orientales. En aquella memorable ocasión tan poco conocida, Francia fue más atlantista que el propio Eisenhower. De Gaulle, que estrenaba magistratura, consiguió el mayor éxito diplomático de sus dos septenatos al sellar una sagrada alianza con el adversario mortal de la década anterior. Alemania cambió sus prioridades y dejó de ser el aliado más fiel de los EEUU. Francia reforzó su convencimiento de que Washington nunca desataría su fuerza nuclear en tanto que sólo estuviera en juego un conflicto convencional en el teatro europeo. En adelante, a cambio del reconocimiento de la supremacía económica de Bonn, está situaba el liderazgo político en París.
 
Vueltos al presente, el eje franco-alemán puede parecer descafeinado por unos representantes que lo usan como el vehículo de una Europa Social-Demócrata e intervencionista. A pesar de ello y de la desaparición de la amenaza soviética, la profundidad de sus raíces conlleva que la adhesión al mismo por terceros, véase ZP, no permita otro papel que el de vasallos sin protagonismo alguno.
 
España no tiene en Europa un panorama de alianzas sólidas que vayan más allá de la circunstancia de cada momento. Nuestra historia y nuestra geografía hacen que sólo podamos ser fuertes en Bruselas en calidad del socio americano del flanco sur. Pero esto a fecha de la presente suena a chino mandarín... nos hemos quedado sin doctrina exterior propia y eficaz. Fue bonito mientras duró.

 

 
(*) DIPLOMACIA, Henry Kissinger, 1996 – Ed. B
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