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MISIONEROS, AYER Y HOY

Cuando Francisco Javier volvió a Oriente

Llevaba un mes sin dar señales de vida. Ahora no ocurre como en los tiempos de san Francisco Javier. Tres años tardó la noticia de su muerte, el 2 de diciembre de 1552, en llegar a Roma. Íñigo de Loyola, incluso, le escribió una carta, con fecha de 28 de junio de 1553, sin saber que había muerto.

Llevaba un mes sin dar señales de vida. Ahora no ocurre como en los tiempos de san Francisco Javier. Tres años tardó la noticia de su muerte, el 2 de diciembre de 1552, en llegar a Roma. Íñigo de Loyola, incluso, le escribió una carta, con fecha de 28 de junio de 1553, sin saber que había muerto.
Francisco Javier

En ella le decía: “Hemos habido acá vuestras letras más tarde que era razón… y a esta causa no habréis habido respuesta cuan presto yo quisiera. Hemos entendido la puerta, que Dios nuestro Señor ha abierto a la predicación de su evangelio y conversión de las gentes en Japón y la China por vuestro ministerio…”. Dicen que el nuevo general de esa ejemplar Compañía quería tener a su amigo bien cerca para entregarle el gobierno de esa peculiar milicia.

Llevaba un mes desde que el padre Fermín Rodríguez, jesuita, natural de la localidad cántabra de Vispieres, del partido de Santillana del Mar, no escribía a sus amigos un correo electrónico narrando sus últimos viajes, sus últimos encuentros con los hombres y mujeres del nuevo imperio del sol naciente, sus últimos Ejercicios Espirituales que había impartido, sus últimas inquietudes sobre lo que significa la apertura económica de un continente humano, más que geográfico, mientras se olvida la cultural y espiritual.

Llevaba un mes sin dar señales de vida y, una noche, recibimos un largo memorial de su reciente viaje a lo profundo de China, que es lo profundo del corazón de sus hombres y de sus mujeres. Fue una larga carta que bien pudiera estar copiada de aquellas que Francisco Javier le enviara a su “padre y maestro” Ignacio. De nuevo resonaba, con un lenguaje mezcla de español, inglés y cantonés, lo que un día, el 15 de enero de 1544, el santo navarro, escribiera desde Cochín: “Muchas veces me mueven pensamientos de ir a los estudios dessas partes, dando bozes, como hombre que tiene perdido el juicio, y principalmente a la universidad de París, diciendo en Sorbona a los que tiene más letras que voluntad, para disponerse a fructificar con ellas (…). Muchos dellos se moverían, tomando medios y exercicios spirituales para conocer y sentir dentro en sus ánimas la voluntad divina, conformándose más con ella que con sus propias affectiones…”.

Ahora no ocurre como en los tiempos de Francisco Javier. O sí. Ahora las noticias vuelan; desde un ordenador, el único ordenador, de una misión del noroeste de China, nuestro misionero cántabro puede describir a sus amigos los últimos días de su más o menos accidentado viaje apostólico. Hay quien se empeña en hacer de los misioneros funcionarios de una ONU universal, solidaria, fraternal, de una religión construida con los retazos de las antiguas revelaciones. No son pocos los que piensan que lo que movió a que Francisco Javier le dijera a Ignacio de Loyola, en la primavera de 1540, “¡Pues sus! ¡Heme aquí”, fue un proyecto cultural de desarrollo de los nuevos entornos humanos. Hay quien se empeña en decir que lo que caracterizó la epopeya misionera de Francisco Javier fue su conversión al multiculturalismo y al diálogo entre las religiones, que no es sólo el diálogo entre los creyentes. Si así fuera, si los misioneros dependieran del solo lado humano de la historia, estarían limitando la causa de su vida además de encontrarse, las más de las veces, impotentes frente a la presencia del mal, de la ideología, de los siempre viejos y nuevos poderes de este mundo.

Muchas veces, al leer los memoriales de nuestro redivivo Francisco Javier, me he preguntado, y le he preguntado, por qué gasta su vida en la distancia y en las distancias, entre gentes de una cultura tan diferente de la nuestra. Con la falta que nos hace aquí, en España, hoy tierra de nuevas y novedosas misiones, cerca de la familia, de los amigos, de los compañeros de trabajos y estudios…

Sin embargo, Fermín, como Francisco Javier, como otros muchos hombres y nombres, nos muestran el Evangelio más puro, el testimonio de unas vidas que se desgastan siendo permanente novedad de Evangelio para todos aquellos que se encuentran con ellos en el camino de la historia. Los misioneros, ayer, hoy y siempre, hacen nueva la novedad del Evangelio; hacen posible que la presencia de Cristo, y de su Iglesia, en la historia, no caiga en las redes de las ideologías, de las culturas, de las formas contingentes de expresión de lo sagrado. Los misioneros son, por naturaleza, transgresores de las convenciones sociales y culturales. Mi amigo Fermín, en una de nuestras últimas conversaciones, me confesaba que desde que se ordenó sacerdote ha celebrado más veces la santa misa fuera de las Iglesias, en hoteles, casas de cristianos viejos, hospitales, que dentro de los templos.

La Iglesia es misión y la misión es en la Iglesia para el mundo. En estos días que se ha abierto el año Jubilar con motivo del V centenario del nacimiento de san Francisco Javier, una vez más, descubrimos que los misioneros son la mejor tarjeta de presentación de la Iglesia.
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